viernes, 9 de junio de 2017

Dos lágrimas púrpuras



La recuerdo como si fuera ayer. Entonces éramos muy niños y ni siquiera teníamos idea de lo que significaba la diferencia de sexos, pero sé que nos queríamos profundamente, como nacidos el uno para el otro.

Martina era una niña despierta y ágil, juguetona a más no poder, siempre riendo sus propias gracias y disfrutando de su joven vida de diez años recién cumplidos. Ella vivía en el portal aledaño al mío, y todas las mañanas nos acompañábamos hasta la escuela que se encontraba a pocos pasos de nuestras casas, en la misma plaza donde se ubicaba el gran edificio de viviendas donde residíamos, un pequeño barrio obrero cercano a la fábrica de vidrio y la almazara industrial donde trabajaban nuestros respectivos padres.

Yo la llevaba apenas un año de diferencia, pero tengo que reconocer que su intelecto siempre fue de un nivel por encima del mío; si yo pensaba en comprar alguna chuchería, ella ya se había adelantado corre que te corre hasta el pequeño quiosco verde donde Armando, el viejo Armando, le surtía de sendos chicles que, sin darnos cuenta, casi engullíamos olvidando que eran sólo unos simples masticables; o si se me antojaba jugar con ella al piedra-papel-tijera camino al colegio, ella ya estaba escondiendo su mano derecha segundos antes de yo proponerle tan absurdo juego infantil… A veces me daba miedo, tenía la sensación de que leía mis pensamientos y que se reía de mí haciendo conmigo prácticas gratuitas de ese don tan especial del que yo carecía. Siempre se me adelantaba en todo, y ello –tengo que reconocerlo- me llevó a sentirme un poco acomplejado. Pero sé que todo lo hacía para hacerme feliz.

Martina no era una niña tan guapa como para que, con el transcurrir de los años, pudiera haber despertado varoniles pasiones; pero recuerdo que sus redondeados pómulos y sus grandes ojos le harían ser una mujercita muy “especial”. Sus miradas tiernas y escrutadoras proyectaban en mí unos profundos sentimientos de dependencia, amor y dejación de mí mismo; su influencia llegó a hacerse tan grande que llegué a pensar que jamás podría hacer algo en la vida lejos de aquella graciosa e inteligente personita de pelo liso y falda plisada, siempre oliendo a chicle, caramelo y tiza.

Martina no tenía amigas; sus juegos eran los míos, y míos los suyos, y recuerdo cuando todos nos miraban como si fuéramos marcianos mientras se decían unos a otros, tapándose la boca y en voz baja, “… son novietes, son novietes…”, y después se reían como se suelen reír las chiquilladas que desconocen el concepto y creen haber descubierto un misterioso e inescrutable secreto.

-II-

Martina un día desapareció…

Fueron momentos de grave angustia para sus padres. No supieron nunca lo que podía haberle ocurrido. Aún no había cumplido los once años y una tarde de pleno invierno se la echó de menos. Los chiquillos decían en sus ruidosos corrillos que se la había llevado el “Hombre de la Manteca”, pero yo sabía que eso era una burda leyenda inventada por los adultos para meter miedo a los menores cuando se empeñaban en que hiciéramos algo.

Fueron tiempos muy duros, y más para mí.

Claro que intervino la policía… Y, después de meses de investigación, llegaron a la conclusión de que Armando, el viejo Armando del puesto de chucherías, era el principal sospechoso de la desaparición de la pequeña Martina, y todo porque el muy desgraciado tenía unos pequeños antecedentes por antiguos hurtos y, además, padecía una esquizofrenia paranoide. Fue apresado y condenado sin pruebas a treinta años de presidio en el psiquiátrico carcelario, y creo que el pobre allí falleció al cabo de dos años de condena gritando entre sollozos inconsolables que él era inocente.

Al cabo de todo este tiempo, lustros después, he sentido todos los días la ausencia de la graciosa e inteligente Martina; la he echado mucho de menos y desde entonces he llorado amargamente con la frustrada idea de haberla podido ver desarrollada como mujer, a mi lado, como siempre estuvo…

Martina, mi pobre Martina… 

Ahora, en este rincón, la veo sentarse a mi lado y observarme con aquellos dulces ojos que siempre me ofrecieron amor y sosiego. Me dice en silencio, lo leo en sus labios, que no me preocupe, que ella se encargará de llevarme de la mano cuando llegue el momento… Lo siento…. Lo siento mucho;  a Dios le pido que me perdone, y a ella que me acoja a su lado sin rencor, que me permita acompañarla y hagamos juntos el camino azul cuando llegue el momento… 

Me cegué, no me quedó otro remedio, tenéis que entenderlo…

Fue horrible, pero se había apoderado de mi voluntad, tenía que librarme de aquella absorbente influencia que me ahogaba, que me anulaba. Cumplí por desgracia mi plan, confieso que la llevé con engaños a la almazara cercana y la empujé sin esfuerzo para hacerla caer bajo la molturadora; la enorme carga de aceitunas cayó sobre ella y fue triturada, hecha pulpa, mezclándose sus esencias de ángel con un jugo púrpura y el olor del orujo reciente. Aquel color se fue poco a poco disipando para perderse al fin entre un óleo áureo y viscoso. Ni un solo grito salió de su boca, ni vi en sus ojos el menor reproche mientras caía y una sonrisa pintaba en su boca…

-III-

A lo largo de todo este tiempo, Martina me ha estado acompañando en mi celda, y siempre me ha venido diciendo que sabía que la mataría y cuándo lo haría; me ha dicho cientos de veces  que se dejó empujar sin oponer resistencia con tal de hacerme feliz…

Ya viene el carcelero…

Es mi turno de castigo… Satán reclama mi alma para seguir torturándola. Martina me mira y –como siempre, desde hace mil lustros que Dios me encerrara para expiar mi pecado- deja escapar por sus ojos dos lágrimas púrpuras que añaden a mi castigo cien años más de condena.


-o-o-o-o-o-

miércoles, 7 de junio de 2017

Diario de un viajante. El pescador



-I-

Domingo, 6 de diciembre, 2015 

Aquella mañana no estaba ni placentera ni muy dispuesta a complacer mi paseo por la bonita y sinuosa avenida que besaba la orilla del mar. Palmeras y naranjos se habían puesto de acuerdo en acompasar sus hojas en favor de la dirección que el fuerte viento del este imponía a todo ser viviente. Mientras, en tanto que invocaban algún que otro respiro a sus racheados embates, agradecían mudos las escasas gotas de lluvia que por el momento traía consigo sirviéndoles así de fresco lavado con el que aliviar el polvo salino acumulado meses antes en un estío tan desacostumbrado y fuerte como aquel, al parecer el mayor conocido en esta región mediterránea durante la última década.

El pequeño pueblo no era sino el asentamiento de unas quinientas familias cuyos ancestros quizá tuvieran sus raíces en aquellos marineros comerciantes venidos de la antigua Fenicia que, enamorados de la placidez y belleza de estas costas, decidieran quedarse y mezclar su sangre con la de sus pocos habitantes, forjando así un destino muy diferente al que la naturaleza tenía previsto para ellos, en esas pocas veces en que una de las Moiras ─las metódicas y sistemáticas diosas que tejen el destino del hombre─ se despista, no consigue enhebrar su hilo en la aguja y la alocada inmediatez de su trabajo permite a un ser humano privilegiado decidir por su cuenta el camino a seguir. Es cierto que son muy pocos los casos pero, a juzgar por la singularidad de estas gentes, no dudaría en afirmar que éste fuera uno de esos rarísimos errores de las míticas hilanderas.

Desde la ventana de mi dormitorio observé que un cúmulo de nubes se acercaba a la costa augurando una de esas tormentas en que el aire y la lluvia se entremezclan para prohibir el paseo al viandante. Pese al mal tiempo, me dije que los pocos días que disponía debía aprovecharlos hasta el límite; y así fue como tomé con premura el chubasquero para dirigirme sin más dilación al paseo marítimo y saciar mi pituitaria del salobre olor de la mar. Quería gozar de la rusticidad del lugar como el que busca cobijo entre los suaves pechos de una madre. Me había propuesto olvidar para siempre mi último fracaso literario y necesitaba de esa paz interior que tan sólo podría ofrecerme el abrir mis ojos a lo natural, al quehacer diario de la sencillez desprovista de morbos y vanas costumbres, a la contemplación de la vida desde un ángulo muy distinto al que esta decadente sociedad nos tiene acostumbrados desde muy niños; en definitiva, a disfrutar en cámara lenta de esos momentos maravillosos tan olvidados por el urbanita como el sonido de las olas rompiendo furiosas contra las rocas, o el estridente graznido de las gaviotas reclamando a las olas quién sabe qué, o ─quizá lo mejor de todo─ el estimulante cosquilleo de la espuma marina retrayéndose entre los dedos de mis pies desnudos jugando con los diminutos gránulos de sílice que tan amorosamente blanquean la playa…

En esos momentos en que todo se contrae en la mente, en ese instante en que lo que te rodea llega a ser parte de ti mismo al absorberte y te sientes deliciosamente acoplado al Todo, me vino a la memoria el estribillo de un poema o cancioncilla que había leído de joven en no recuerdo qué viejo y “más-que-usado” librillo de tercera o cuarta mano ─adquirido seguramente por muy poco precio en una de esas tiendas de feria, tal era el poder de mi bolsillo─, cuya lectura me causó una sensación aún perdurable en el tiempo, haciéndome entonces recapacitar sobre muchas e interesantes cosas respecto de la debilidad del hombre: 

Vives impertérrito y ausente de la vida, 
y reclamas mil placeres por sentirla tan de cerca 
porque crees ser su dueño, 
mas ignoras que apenas eres sueño 
que en vapores se convierte, que es muy terca
cuando llega a su final, la muy creída…

-II-

Con estos pensamientos estaba ensimismado ─reconozco mi extraordinaria propensión a la abstracción, no sé si buena o mala, esa es la verdad─ cuando sin darme cuenta casi me topo con uno de los pocos norayes existentes en el mismo límite del embarcadero que servía de amarre y cobijo a las diez o quince barcazas de pescadores que aún lograban subsistir malamente con el escaso producto de su trabajo en la mar. El pulpo, la anchoa y el abadejo eran casi las únicas especies que habían logrado sobreponerse en cantidad suficiente a unas condiciones cada vez más insoportables para la vida marina. En estos tiempos la pesca no resultaba fácil para esos esforzados marineros que antaño conocieron en sus aguas más de doscientas especies en que faenar; bien es cierto que a costa de refrenar sus capturas y respetar el ciclo natural de la vida como si de un dios quebradizo se tratara. 

Pero el destino ha querido que su respeto no sirva de gran cosa; y no porque abandonaran irresponsablemente sus esmerados cuidados, sino porque la manzana emponzoñada no tiene salvación, y así el corazón humano de unos pocos, hambrientos de riquezas aún a  costa de todo y de todos, se abandona a la desidia y pierde su esencia humana para convertirse en un simple músculo insuflador de avaricia y pobreza, siempre en perjuicio de los más débiles.

Cabría preguntarse entonces si no somos el resultado de una evolución equivocada; y en esto sí tiene algo que responder la propia Naturaleza.

Una ráfaga de viento seguida de una finísima lluvia me azotó la cara haciéndome recapacitar y bajar la vista para darme cuenta a tiempo de que estaba al borde mismo del embarcadero con el peligro que suponía perder el pie y caer entre aquellas procelosas aguas que anunciaban claramente sus malas intenciones; pero ─aún así─ hermosas y pletóricas de vida, dotadas de un poder misterioso, dueñas de esa gran fuerza y libertad sin límites y, a pesar de ello, condenadas irremisiblemente a la pérdida definitiva de su preciada pureza.

Sin quererlo ─quizá fuera un acto reflejo de mi semidormida conciencia─, una lágrima me asaltó a traición recorriéndome pausadamente el rostro para mezclarse con la lluvia y la salobridad de la brisa que lo acariciaba. Algo me dijo que no merecía estar allí y me pareció que las olas me echaran en cara las ignominias padecidas por la naturaleza, haciéndome sentir pequeño y miserable… Entre silbidos, parecía que todas las ninfas de los manantiales se habían concentrado en aquel lugar junto a las sirenas de Ulises para susurrarme al oído sus enconados cánticos:

Entre la tierra y la mar confluye el viento

que las separa, mas las fusiona entre sollozos;
de aquí la espuma del fiero mar, de aquí el esbozo
que pinta con óleo azul su fresco aliento…

Contra la mar y la tierra rompe sus lanzas
el hombre inane, y las maltrata por simple juego;
está muy ciego, habrá venganza,
el mismo hombre chasca la mecha, ardiente el fuego…


Quizá fuera por mi natural forma de ser, en el sentido de que siempre he temido el misterio y la parte truculenta de la mitología, quizá porque mi estado anímico había dejado de ser el más propicio para disfrutar del paseo; lo cierto es que esas voces interiores me asustaron y estuve a punto a dar la vuelta y refugiarme en la posada hasta que el buen tiempo hiciera de nuevo su aparición.


-III-

Al cabo de unos segundos me percaté de algo realmente fuera de lugar en aquel entorno cuasi hostil: un pescador sentado al final del embarcadero tiraba fuertemente de su caña desafiando al viento y la lluvia como si la climatología en contra no fuera con él. Cierto es que el aire había amainado un poco y la lluvia ya no arreciaba tanto, pero tampoco era muy normal lo que mis ojos estaban contemplando. Sorprendido por aquel extraño cuadro, me fui acercando lentamente hasta aquel hombre y al llegar a su lado traté de trabar conversación con él, saludándole con amabilidad al darle los “buenos” días.

─Buenos días, señor… ¿Qué tal la pesca…? Parece que el tiempo no acompaña mucho, ¿no…?

El hombre, un anciano de blanca y larga barba que no ocultaba del todo un rostro curtido por grandes arrugas, me miró desde su asiento con cara displicente y se dirigió a mí con unas misteriosas palabras:

─Siéntate a mi lado, hijo; y por favor mantén tu silencio, que la mar llora cuando te escucha…


Me quedé perplejo, no esperaba sentirme tan incómodo, pero esa fue la sensación que me transmitió al reflejarse en mi cerebro aquella hierática frase respecto de un mar ¿…en llantos?

─Perdone, no quería molestarle…─intenté excusarme.

─No molestas… Sólo calla y escucha sus lamentos. Mientras tanto, déjame que las siga aliviando en lo que pueda…

El viejo pescador me dejó intrigado. Aquellas frases no tenían sentido, llevándome a pensar que seguramente la locura había hecho presa en su desgastado cerebro.

Desafiando también al viento y la lluvia, acepté por curiosidad su invitación y me senté a su lado con cierta desconfianza para observar de cerca su curiosa forma de actuar. Confieso que me dejó estupefacto la maestría con que utilizaba la caña de pescar y la enorme velocidad con que lo hacía. Visto y no visto, una vez que notaba un mínimo tirón en el anzuelo, con toda celeridad retraía el sedal, desenganchaba la pieza y, sin que diera la más mínima oportunidad a mis ojos para admirar por un segundo el valioso trofeo obtenido, lo metía en el cesto de mimbre para cerrarlo después con un desenvuelto movimiento de codo que se me antojó antinatural en un hombre de tan avanzada edad.  Esto lo fue haciendo una y otra vez sin perder el ritmo, hasta que perdí el sentido del tiempo y me cansé de contar las veces que repetía las decenas y decenas de su reiterativo ir y venir: del sedal a la cesta y de nuevo el anzuelo al mar,  una y otra vez, una vez y otra, y ser incapaz de discernir en ninguna de ellas el pez llevado al morral ─por usar un término propio de la caza, porque aquello no era pescar, sino pura depredación en el sentido más cruento del término─.

─Señor… ¿cuándo acabe, me podrá enseñar la pesca de su cesta…? ─me atreví a insinuarle picándome la curiosidad, pero con miedo a causarle molestias.

─Los lamentos de sus aguas sólo se alivian así, pero no son nada en comparación con las que lo ahogan irremediablemente entre lágrimas de sangre. Ellas son muy difíciles de aprehender, se esconden entre el limo y las rocas y no emergen por miedo a seguir sintiendo el dolor de morir; pero no saben que ya no es posible, que deben morder mis anzuelos para reunirse con sus cuerpos y conocer su bien ganada gloria… Hay niños…, hay niños que se niegan, que no emergen jamás… ¡los pobres niños reclaman venganza…! ─me contestó muy irritado mirándome a los ojos con una furia desatada e incomprensible. Achaqué a la casualidad que en ese mismo instante las aguas se encresparan también acompañando la irritación del viejo en una extraña y empática sincronía. 

No entendía nada; aquellas palabras y su descarado enfado acabaron aturdiendo definitivamente mi siempre ordenada lógica contrayendo al mismo tiempo mi corazón. Quise huir de su lado; el miedo se apoderó de mi mente pese a ser consciente de que ningún daño podría hacerme aquel anciano, ahora tan hostil y desconsiderado.

Definitivamente llegué a la convicción de que había topado con un loco de atar, pero quizá un loco muy… mmm… “especial”.

─Siento haberle irritado, señor, no era mi intención incomodarle… Le saludo y le deseo buena suerte. Buenos días… ─me despedí de él y me incorporé dispuesto a desandar mis pasos y volver rápidamente al hostal.

Sin embargo, nada contestó; siguió tirando de la caña con velocidad endiablada, abriendo y cerrando su cesta donde guardara sus invisibles capturas para después volver de nuevo al celo de aquella incomprensible faena.

Tras alejarme unas decenas de metros de él, me di la vuelta, observé por última vez su delgada figura sentada al borde del mar y creí escuchar cómo repetía una y otra vez esas terribles palabras mientras la mar se tornaba aún más áspera y la lluvia comenzaba a arreciar:

─… Pero la de los niños no emergen… ¡Reclaman venganza…! ¡Hay niños que reclaman venganza…! ─gritó fuertemente.

Una mezcla de aterrorizados relinchos y lo que me parecieron silbidos de delfines se hicieron presentes cerca del anciano hasta desaparecer por momentos bajo grandes cortinas de agua, y esto acabó por convencerme definitivamente de que la presencia de mi persona ya estaba sobrando en aquel embarcadero.

-IV-
Lunes, 7 de diciembre, 2015

Ha llegado el momento de irme. La mañana ofrece un sol precioso de otoño llenando de armónico colorido la avenida marítima de este lugar. Recuerdo todavía con terror la tarde anterior y el encuentro con el misterioso personaje del embarcadero. He estado dándole mil vueltas a esa vivencia y me avergüenzo de mi comportamiento. Creo que no debí huir, que mi obligación era ayudar al anciano y ponerle a salvo de aquellas torturadas olas. Tengo una sensación de remordimiento mezclado con el miedo de que pudiera haber muerto, saber de su desaparición y sentirme el único responsable de ello. Jamás hubiera pensado que mi reacción pudiera llegar a tanta bajeza moral, dejándole allí, a su suerte negándole mi ayuda. Sin embargo, aún me apego a la idea de que aquel hombre sabía mucho más de la mar que yo… Seguro que salió del embarcadero con el tiempo suficiente como para burlar el furioso embate del mar. ¡Dios lo haya querido así!

Sólo una triste maleta ata mi destino y mi vuelta al hogar. Allá todo volverá a ser la historia de siempre: caer de nuevo en la cotidianidad del aburrimiento, escribir las mismas petulancias para el periódico, intentar por enésima vez comenzar sin éxito ese libro que he perseguido durante toda mi vida y escuchar tendido en el sofá las escabrosas noticias de siempre. Las observaciones de este pequeño pueblo me han enriquecido pero, al mismo tiempo, han creado en mi espíritu unas sensaciones imborrables llenas de inquietud. Creo que mi obligación es vencer mis miedos y volver al embarcadero, preguntar a los marineros por la suerte de aquel anciano y, en el peor de los casos, entregarme a las autoridades para explicarles los motivos de mi huida.

Pero no… es mejor olvidarlo. Reconozco que soy un cobarde...

─Epílogo─

Sábado, 21 de noviembre, 2015 

Noticia publicada en el Diario La Región:

“La estatua en bronce de un anciano pescador lanzando su caña al mar fue instalada en la mañana de ayer por los empleados del Consistorio. El lugar elegido para su instalación ha sido el embarcadero, en el extremo norte conocido como  Rompiente de las Mareas. Es obra del escultor autóctono Federico de la Borroja. La Cofradía de Pescadores de Santa Virgilia ha sido ─junto con una pequeña contribución del propio Ayuntamiento─ la responsable de su donación. Personifica la figura humanizada de Poseidón como un pescador de almas, sustituyendo así su clásico tridente por una caña de pescar y un cesto de mimbre donde las guarda y las protege hacia la salvación eterna.

Una placa atornillada en el dorso de la cesta contextualiza en bajorrelieve su motivo:

«A Neptuno, Pescador de Almas. Que su anzuelo consiga capturar las de los ahogados y devolverlas al lugar donde el amor y la paz sustituyan al odio, al dolor y al espanto con que perdieron sus vidas. (20, Noviembre de 2015. Estatua donada por la Cofradía de Pescadores con la colaboración del Excmo. Consistorio. Es obra del escultor Federico de la Borroja, hijo predilecto de esta tierra»)

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sábado, 3 de junio de 2017

La choza




-I-

El ulular del viento intentaba remedar el gemido de una tuba y se colaba sin recato por entre las rendijas de la puerta. Dentro de la choza, la oscuridad era total y el silencioso úrsido pretendía encontrar cobijo en su interior, convirtiéndose así, por el momento, en el único dueño de sus misteriosos rincones. El frío, el hambre y la traicionera curiosidad le hicieron olvidar su tradicional prudencia y accedió a ella empujando y metiendo su hocico entre la abertura que la acción del viento había conseguido vencer. Sus ojos buscaron acomodarse a la penumbra y lograr la mayor profundidad que le permitía su miope visión; se detuvo unos segundos y observó sorprendido unas extrañas sombras cuya pertenencia le resultó desconocida proyectándose fugazmente sobre la pared del fondo y, aunque su fino olfato no le dio aviso de peligro, su instinto optó finalmente por desistir haciéndole recular e intentar salir de aquel lugar…, sin conseguirlo.

Afuera hacía un buen rato que caían abundantes y gruesos copos de nieve; poco restaba ya para que el denso tejido de sus fríos algodones lograra ocultar los últimos vestigios del sendero que podría conducir los pasos de un perdido caminante hasta el refugio. Su denso manto no perdonaba color alguno que no fuera el blanco impoluto. La tempestad tenía todo el aspecto de arreciar en pocos minutos; el cielo se iba enfatizando con un tono gris plomizo y el atardecer no iba a tener más remedio que sucumbir prontamente a manos de una oscuridad no consentida.


Poco a poco, los grandes abetos fueron tendiendo sus brazos ante el peso de la nieve y se unieron al desconcierto ambiental, ayudando también en ocultar a la vista del más curtido observador cualquier camino mínimamente reconocible. La temperatura bajaría pronto hasta los veinte grados bajo cero y los más mínimos soplos de aire trocarían en los afilados cuchillos del más diestro carnicero. A lo lejos, los quejumbrosos aullidos de un enfermo y viejo lobo, expulsado de su manada y acuciado por la fiebre y la hambruna hasta la extenuación, anunciaban su inminente expiación antes de sugerirle a la luna su viaje hacia la nada.

-II-

El norte de Alaska siempre fue tierra de extrañas y truculentas historias, casi siempre inventadas por los inuits, su población nativa. Otras versiones dicen que fueron tomadas prestadas de algunas tribus indias que vivieron más al sur y que osaron viajar por aquellas inhóspitas tierras, Después de cerrar tratados de paz e intercambiar con aquellas buenas gentes sus alimentos, cuentas y demás abalorios, fustigaron sin piedad las grupas de sus nobles cuadrúpedos tan pronto como notaron los primeros fríos, y juraron nunca más volver a pisar aquel infierno ártico en la época de su estación invernal. Tal fue el miedo que les entró al primer contacto con los hielos de la Alaska cruel.

El espíritu de sus antepasados, de sus variados dioses y los de los animales cazados por los más fuertes guerreros inuits -siempre fieros, algunos, incluso, devoradores de hombres- rondaba siempre en los rezos de aquellos pequeños pero grandes hombres.

En no pocas ocasiones la deformación de esas historias también llegaba a convertirlas en verdaderos cuentos de terror con los que el narrador conseguía atemorizar a las viejas y los niños del poblado cuando el tiempo apacible les permitía rodearse alrededor del sagrado fuego comunal. Los reflejos de la crepitante hoguera se proyectaban sobre la cara del viejo y desdentado chamán, surcada de tortuosas cicatrices, producto de las viejas heridas de joven cazador y de muchos años que habían conseguido escapar de las fauces de cualquier animal.

Ni que decir tiene que éste era el acompañamiento más propicio para provocar ese ambiente irreal y fantasmagórico buscado por el anciano brujo. Lograba concentrar en su encorvada figura los ojos rasgados de aquellas crédulas gentes que, al compás de la narración, iban acercando con miedo sus cuerpos creyendo protegerse mejor de esta manera de aquellos invocados seres monstruosos e infernales, en ese círculo cerrado y protector.

Varios guerreros habían partido durante la mañana en busca de caza y se esperaba su vuelta con ansiedad. Había entrado la época de los gélidos hielos, y aprovisionarse lo máximo posible para aguantar las acometidas de la estación invernal era el único trabajo en el que se les permitía extralimitarse. Las pieles y la carne eran consustanciales a su existencia, pero la madre naturaleza, aun extremadamente dura en aquellas tierras, les surtía de las suficientes focas y caribúes como para seguir defendiendo su delicada supervivencia.

Aún así, era un pueblo condenado a la extinción, más tarde o más temprano, y lo sabían.

Desde la llegada del hombre de piel de nieve, su población se había diezmado muy sensiblemente. Las enfermedades contraídas por consecuencia de su presencia habían tenido mucho que ver con la creciente mortalidad, pero también el carácter violento y sanguinario de aquellos hombres altos y pendencieros. A esto se le uniría la baja tasa de natalidad que acompasaba poco a poco hasta el final de un orgulloso, pero apacible, pueblo.

-III-

Astuk regresaba con sus dos perros de su cacería de focas, y en aquella ocasión la suerte le había vuelto la espalda. Tres salmónidos y dos pequeñas ratas almizcleras fue lo único que consiguió llevar a su morral; pero al menos le servirían para engañar el hambre durante dos o tres días, como mucho.

Había estado a punto de lograr una buena pieza, pero se le escapó en el último momento tras una escarpada pared de hielo que le fue imposible acometer. La gran foca consiguió patinar a su través y fue a parar al agua directamente por un hueco impracticable para él por el que nunca más volvería a verla. Con ello perdió la piel, la carne y –sobre todo- el hígado del lustroso animal.

Su fracaso en la fallida persecución le llenó de vergüenza.

El atardecer se le echó encima sin avisar; sopesó mucho la idea de volver al poblado y ponerse a resguardo al lado de sus parientes, pero observó que una gran nevada se estaba empezando a gestar y venía acompañada de un aire hiriente y cegador, por lo que decidió finalmente buscar el cobijo más cercano antes de que cayera la noche, y así intentar salvar su vida y la de sus dos compañeros.

Ajustó sus manos al trineo dirigiendo sus voces hacia los canes para rogarles con cariñosas palabras el inicio de la marcha del pequeño arrastre. Recordaba que en dirección sur quizás podría cobijarse en un bosque de abetos, tomar algunas de sus ramas y construir un chamizo donde esconderse provisionalmente de los embates de la tempestad que se avecinaba.

Breka y Talum eran dos excelentes ejemplares de perro malamute, siempre cariñosos y juguetones, tremendamente fuertes y preparados para la lucha contra los elementos; daría cualquier cosa por mantenerlos a su lado, costara lo que costara, incluso su propio corazón. A ellos les debía la vida; no en una, sino en tres ocasiones, su calor corporal le salvó de morir en la inhóspita llanura helada.

Al cabo de una media hora consiguió acceder a la primera hilera de abetos.

El aspecto del bosque era aterrador y ahogaba el aliento; ocultaba cualquier visión, en apenas medio metro se podía discernir el verde oscuro del follaje. Sólo parte de sus troncos no cubiertos por la nieve indicaban que no eran fantasmales formas de hielo. Acercó el trineo hasta un pequeño descubierto y acarició a sus perros infundiéndoles ánimo; se acuclilló a su lado y esperó unos minutos intentando recomponer la situación y dirigir con éxito la supervivencia en aquel lugar. Tenía que resolverlo con rapidez; la tormenta no tenía intención de calmar su ira y el tiempo ya se estaba acabando. Debía encontrar sin más demora un cobijo para los tres.

Cuando el viento se volvió insoportable, quiso el dios Sila que Talum acertara a encontrar un casi escondido y retorcido sendero cuyo final se atisbaba no muy lejano. Tres nerviosos ladridos le indicaron a Astuk el descubrimiento y con dos grandes abrazos compensó al inteligente can reanudando el trabajoso deambular. Por fin, tras doscientos metros de tirar del trineo, exhausto y al límite de sus fuerzas, el pequeño inuit acertó a divisar entre aquella cortina de nieve la choza de un cazador…

-IV-

El chamán convocó a los hombres del poblado para comunicar la mala noticia de la desaparición de uno de sus guerreros; dos de los que habían regresado sanos y salvos, aunque exhaustos, dijeron que no habían visto a Astuk desde que decidieron separarse de él para seguir las huellas de varias presas. Habían tomado diferentes caminos, reconociendo también lo irresponsable de aquella decisión. La fuerte ventisca y la repentina bajada de la temperatura hicieron el resto para que les resultara imposible encontrar su pista; tras varias horas de inútiles esfuerzos sin hallar huella alguna, cayendo el atardecer, con buen criterio optaron por regresar al poblado no arriesgando más sus vidas.

Golek, el chamán, visiblemente preocupado, pidió a los cazadores que se retiraran a los iglús para recuperar las fuerzas perdidas; la consigna era que al amanecer siguiente, si la tormenta amainaba y el dios Sila lo autorizaba, ordenaría una nueva batida que intentaría de nuevo encontrar su paradero. Él conocía sobradamente a Astuk y sabía de su indomable valor y resistencia. Desde muy niño le había ido transmitiendo todos sus conocimientos, le sabía fuerte y preparado para superar las más duras adversidades que le aguardaban.

Sin embargo, el tiempo no jugaba a su favor; en apenas cinco o seis días se verían obligados a cambiar la ubicación del campamento. El invierno ya se había anunciado con aquella primera tormenta y tendrían que dejar el lugar para elegir otro donde unos iglús más adecuados facilitaran a su gente soportar las bajísimas temperaturas y los gélidos vientos del ártico, cuya llegada era inminente. Aquel campamento ya no iba a asegurar la supervivencia de su pueblo, tendrían que adoptar los preparativos lo antes posible.

Ahora, por el momento, tan sólo le quedaba la penosa obligación de comunicar la mala noticia a la familia de Astuk, dirigiendo sus pasos con esa intención.

Kalaac, su mujer, rompió a llorar amargamente cuando el chamán entró en la tienda y le confirmó la desaparición del esposo. Los dos pequeños, que no habrían cumplido aún los cuatro y cinco años de edad, se acurrucaron junto a su madre tratando de comprender inútilmente la tristeza de aquellos rostros; pero se tranquilizaron un poco cuando encontraron la candorosa protección del abrazo de la joven inuit.

Su abultado vientre anunciaba una nueva vida; saldría de cuentas en un par de días y su tercer hijo vería la luz en aquel mundo infernal, recién entrado el crudo invierno. Su padre sería fundamental para poder alimentarle y mantenerlos unidos. Si llegaba a confirmarse la muerte de Astuk, ella se vería obligada a cumplir la antigua tradición de su pueblo y estrangular al futuro hijo hasta hacerle expirar el último hálito de joven vida.

No quiso pensar en ello y le rogó ayuda con una mirada implorante; éste hizo un gesto de impotencia, torció una mueca evitando asomar los últimos dientes que le restaban, sin lograrlo, y dando media vuelta salió cubriéndose con el grueso gorro de piel, dejando tras de sí la amargura para enfrentarse de nuevo al helado golpe del viento ártico.

-V-

A medida que se iban acercando hasta el bosque, la ventisca iba permitiendo poco a poco perfilar el entorno que le rodeaba, pero la nieve se había acumulado tanto alrededor de la choza que siquiera parecía lo que realmente era.

El pequeño cazador pudo observar –no sin cierto resquemor- el mal estado que presentaba lo poco que podía verse del escondrijo. Mediría poco más de dos metros de altura y ocupaba una circunferencia de ocho, aproximadamente; la estructura parecía estar hecha al estilo de un iglú, pero con tablones de abeto. El techado era un conglomerado de ramas y helechos que cumplía perfectamente su función.

También podía verse la mitad de la puerta que daba acceso al interior; hecha también de maderas -corroídas por el paso del tiempo, los insectos y los duros inviernos-, el único batiente entornaba un par de centímetros, aunque daba la sensación de no haberse abierto en muchos años.

Lo cierto es que Astuk creyó reconocer ese lugar, y era consciente de que había pisado su fronda en otras ocasiones, pero no recordaba haber visto la extraña choza que tenía ahora frente a sí.

Tanto Breka como Talum mostraron su nerviosismo y comenzaron a emitir unos gruñidos amenazadores. Intentó calmarlos acariciándoles los lomos y exigiéndoles silencio; después los soltó del arrastre para que se guarnecieran y esperaran sus órdenes. Ambos perros, siempre fieles a su dueño, trataron de domeñar su carácter y sentaron con obediencia ciega sus traseros en la nieve. Se limitaron entonces a vigilar el entorno que les rodeaba, pero sus gruñidos de desconfianza seguían estando presentes, un tanto más ahogados y contenidos por la orden autoritaria de su amo.

Astuk notó que no apartaban la vista de aquella enigmática puerta.

Se desprendió del arco y lo dejó cuidadosamente en el trineo, pero mantuvo cerca de sí uno de sus arpones para utilizarlo en caso de ser necesario. Sin perder más tiempo cogió la pala y comenzó a retirar la nieve que le impedía la entrada. Seguía nevando con fuerza y, aunque el viento había calmado su ira levemente, tendría que darse prisa y acceder cuanto antes al interior junto con sus buenos amigos.

Al cabo de un rato, la puerta por fin estuvo dispuesta a ser franqueada; se dispuso a desvencijarla con una de las puntas del arpón. Tiró con fuerza hasta que consiguió abrirla a medias, pero no pudo vislumbrar en el interior; la noche ya se había echado encima definitivamente y la penumbra impedía ver más allá de un cuarto de lanza…

Estaba exhausto, su único pensamiento era entrar y llamar a sus perros para darse calor y mutua compañía hasta que el temporal amainara.
 

-VI-

Decididamente, entró, pero sin los perros…

Cuando quiso darse cuenta de la encerrona ya fue tarde para él. La puerta se bloqueó tras de sí y el suelo se abrió en una furiosa espiral de aguas heladas. Astuk perdió pié y cayó en su infernal movimiento, sintiéndose irremisiblemente succionado, como si la boca de una gran ballena ártica lograra sustraer todo el plancton oceánico y fuera a parar a su negro estómago tragado a través de una garganta de terror.

Mientras, en el exterior, oyó los ladridos de sus perros y notó la angustiosa sensación de la progresiva lejanía de esos queridos sonidos hasta su completa desaparición.

Notó cómo su viaje hacia el fondo de las frías aguas se iba precipitando cada vez más rápido, pero sin tener sensación alguna de ahogo. Mientras duró la fuerza de aquella succión diabólica -quizás minutos, quizá segundos, no pudo discernirlo-, su cuerpo se fue empequeñeciendo a medida que se hundía al cruzarse con enormes marsopas, cachalotes y extrañas criaturas de tamaños que jamás había visto. Una raya de proporciones gigantescas azuzó con destreza su enorme arpón trasero y atravesó sin esfuerzo el lomo de un cetáceo cuyo cuerpazo no tenía nada que envidiar a la atacante…

La visión casi le hizo perder la cordura. Antes de caer en el desvanecimiento total pudo ver el fondo arenoso del océano, cubierto de algas y coralinas edificaciones, brindándole su mullida cama de descanso eterno.

Supo en ese momento que esa sería su última morada.

Sus últimos pensamientos fueron para Kalaac, y perdió el conocimiento.

-VII-

La gran Sedna estaba custodiada por dos enormes y atléticos goliats de seis metros de altura que impedían a todo ser viviente acercarse lo más mínimo a ella.

Astuk había oído hablar al chamán del poblado sobre las tenebrosas historias contadas sobre aquellos feroces gigantes, insaciables devoradores de inuits, historias que nunca había creído, e incluso reía de ellas…

Pero allí estaban ahora, frente a sus ojos…

La diosa estaba sentada en un trono de rojo coral y dirigía con los muñones de sus inexistentes manos una orquesta de miles, -qué digo, millones- diminutos y gráciles pececillos amarillo-rojo-azules que danzaban a su alrededor como si fueran un enorme, delicado y vivo abanico de colores, irradiando múltiples reflejos irisados de numerosos tonos mezclados y diferentes, del verde al azul y del azul al verde, del rojo al amarillo y de éste al rojo, indefinidamente.

Astuk quedó extasiado ante tal explosión de colorido y belleza.

El semblante de Sedna era tranquilo, hierático; piel muy blanca, ojos grandes y rasgados, de un topacio azul claro, nariz sensiblemente achatada y una pequeña boca proporcionada que enseñaba unos dientes relucientes mientras burbujas metálicas escapaban caprichosamente de su interior. Unos pequeños hoyuelos en sus mejillas hacían de aquel rostro algo angelical.

Mientras Astuk observada desconcertado esta escena -pues no se sabía si vivo o muerto, alma en pena o demonio expulsado del infierno-, uno de los gigantes se volvió hacia Sedna y le insinuó algo ininteligible; sus oídos no estaban preparados para entender el idioma del océano, pero llegó a distinguir por sus gestos que le estaba informando sobre la forma en que el pequeño hombrecillo -o sea, él- había caído en la trampa de la choza.

La diosa abrió sus ojos con aire de sorpresa y volvió su mirada hacia el inuit con evidente irritación, momento en el que su peinado se vino abajo y uno de los gigantes se vio obligado a recogérselo con una esmerada pericia antes de que el mar se tornara proceloso a su alrededor.

Mentalmente, Sedna le hizo saber que había quebrantado la entrada al submundo oceánico, y que por ella tan solo podían pasar las almas de los ya muertos y, desde allí, ser destinadas al cielo o al infierno, tras rendirle debida cuenta a ella de sus buenas y malas acciones terrenales.

Todo aquel que osara infringir esa línea sagrada de la choza  tenía como castigo la “media muerte”; estaría entre la tierra y el limbo, sería muerto y no muerto al mismo tiempo, ignorado físicamente por el resto de los mortales; y ése sería su destino eterno hasta que alguien de su propia raza muriera antes de salir el próximo sol y ella poder liberarle con el secuestro de la mitad de aquella otra alma. De esta manera completaría la suya y el fallecido intercambiaría con él los papeles.

Por último, sentenció que sería devuelto al mundo terrenal porque allí no tenía lugar ni cobijo para él. Acto seguido, sin más explicaciones, ordenó su expulsión y levantó su figura acompañada del séquito. Después, el otro gigante tomó al inuit como si fuera una simple rata, nadó con fuerza hasta la superficie y le impulsó fuera del remolino para depositarle nuevamente en la salida de la choza sagrada.

-VIII-

La noche anterior Kalaac había dado a luz a un hermoso niño, el tercero de su prole. Astuk aún no había regresado, y el chamán ordenó su partida a seis de los guerreros más experimentados, nada más ver el amanecer. Les ordenó que no volvieran al poblado si no era con Astuk vivo o portando su cadáver.

El parto había sido largo, cerca de tres horas; la impagable ayuda de las matronas fue encomiable, y todo llegó a buen puerto, pudiendo por fin acariciar a su nuevo hijo, pletórico de salud y vida. Parecía tener la misma fuerza que el padre; sus lloros eran rabiosos, retorcía su cuerpecillo con una fuerza inusitada, rebelándose contra todo intento de sometimiento materno.

Sus ojos eran los mismos ojos de Astuk; hasta ella misma se encontraba sorprendida del extraordinario parecido con el padre.

Los nerviosos ladridos de los perros quebrantaron de pronto los pensamientos de Kalaac; conocía esos ladridos, parecía que los obedientes Breka y Talum habían vuelto con Astuk, por fin, pero parecían alarmados. Rápidamente, nerviosa y sin saber cómo salir cuanto antes del iglú, envolvió al bebé entre las pieles, lo depositó suavemente sobre el camastro y partió en busca del añorado esposo…

-IX-

Nada más salir de aquella choza pudo darse cuenta de que sus fieles amigos le ignoraban, sin saber por qué. Su presencia era inadvertida para ellos, aunque creyó observar en el inteligente Talum ciertas miradas perdidas hacia donde se encontraba, a medida que se desplazaba a su alrededor, como si detectara un recuerdo lejano de lo que un día fue su dueño.

Sus pisadas no se marcaban en la nieve, y esa fue prueba suficiente de que aquello no había sido un mal sueño. La sentencia de Sedna se había cumplido; ahora era "medio alma" errante, un cuerpo inmaterial condenado a vagar entre las sombras de la llanura ártica…

-X-

Astuk llegó al poblado caminando, sin la compañía de sus perros, sin sentir dolor ni frío; sus padecimientos corporales habían desaparecido por completo y se sentía tan liviano como una pluma.

Estaba a punto del amanecer. Los perros habían decidido volver al poblado y, nada más llegar, hicieron notar su presencia con sus ladridos, provocando con ello que sus habitantes salieran alarmados de entre el calor de sus pieles preguntándose la razón de aquella algarabía canina.

Astuk vio a Kalaac salir corriendo del iglú y él también corrió para abrazarla… ¡La quería tanto…! Pensó –iluso de él- en sentir por fin el calor de su tierna compañía. La abrazaría con tal fuerza que, de sólo pensarlo, le entró miedo de hacerla daño o de ahogarla.

Cuando la figura de Kalaac traspasó su inmaterial fantasma sintió un dolor lacerante en todo su ser, cayó de rodillas en la nieve y se maldijo por su mala suerte y el destino que le había sido asignado por la implacable diosa.

Volvió la cabeza y observó con horror cómo su joven esposa rasgaba sus vestiduras y se arañaba el rostro con un llanto desgarrador ante la visión de los seis cazadores que volvían de batida, portando en parihuela el cuerpo inane del pequeño hombre.

Pasados los primeros minutos, después de besar repetidamente el recuperado cadáver, Kalaac volvió sus pasos hacia el hogar de ambos… Astuk la siguió.

Ella se acuclilló en la litera y, conteniendo el aliento, destapó con ternura un pequeño bulto que –a su contacto inesperado- comenzó inmediatamente a lloriquear y patalear nerviosamente…

… Astuk reconoció al instante a su hijo de apenas unas horas de vida.

Kalaac rompió a llorar en silencio y comenzó a ejecutar en su vástago el antiguo ritual. Su estrenada viudedad marcaba el inicio de un calvario y sus manos comenzaron a aferrarse alrededor del pequeño cuello del recién nacido buscando su muerte, inconsciente, sin dolor…

La impotencia ante la horrible visión se apoderó de Astuck y gritó llorando desconsolado sin que nadie pudiera oírle…

─¡No, Kalaac, no…!

Pero… Quiso la implacable Sedna reírse una vez más del pequeño esquimal, e introduciéndose en su atormentada mente, le ofreció una alternativa cambiando las cartas en juego:

─¿Qué eliges, hombrecillo: tu alma completa… o la vida de tu hijo en plenitud?...
 


-o-o-o-o-o-o-

viernes, 2 de junio de 2017

El buró



-I-

Aquella mañana se había levantado de muy buen humor.


Era un día soleado y alegre, como nunca se había disfrutado en las bulliciosas calles del París ochocentista. 


El bullir del gentío era parte de la idiosincrasia en la hermosa y cultural villa; raro era el día en que las gentes se cobijaran pronto en sus casas para abandonar el trasiego de la animada tremolina. Hiciera sol o tormenta, cayeran chuzos o copos de nieve, siempre había un roto para un descosido, gentes para unos gustos y otros; era el precio a pagar por la variopinta mezcolanza de razas y culturas que se apuntaban a la urbanidad civilizada. Tan sólo la noche cerrada conseguía calmar algo la circulación de esa peculiar sangre que recorría las principales arterias de la ciudad.


Pero por pocas horas: las estrictamente necesarias para cumplir con el obligado descanso. 


Jean-Jacques se amamantaba de ese bullicio callejero –mi “droga mundana”, así lo definía con la boca pequeña-, poco a poco, degustándolo, como el que toma la reconfortante sopa con cucharilla postrera.


Los empedrados bulevares, aunque pardos y otoñales, lucían animados como siempre e invitaban al disfrute del paseo. 


Así pues, alzando la vista al frente, tomó sin más dilación las riendas de sus largas piernas y comenzó la andadura aceptándolo como un regalo personal, cabeza alzada y pasos medidos, amenazando al mundo con su sola presencia.


Se fue trazando mentalmente el itinerario… Acudiría primero al mercadillo para adquirir un pescado -el más barato, su peculio no le daba para más-, un pan y quizás alguna pieza madura de fruta. Después asomaría su figura por alguna de las tabernas de Montparnasse para observar y aprehenderse del perfume de ese curioso submundo…


Pero sin prisas –se dijo-; antes pararía en el camino y contemplaría las aguas del Sena donde las figuras de los patos y sus parientes, los encorsetados cisnes, agitaban las plumosas colas mientras picoteaban no se sabe qué cosas o animalillos que nadaran bajo la superficie. Le parecía que filosofaban entre ellos… Su fuerte no era precisamente la poesía, pero le resultaba muy embriagador escuchar el contraste del chasquido de sus picos con el chapoteo de las aguas, y eso le hacía detenerse intentando construir en su interior alguna que otra rima, siempre penosas, por cierto.


Allí –meditaba-, en aquellos lugares, dormitaba toda la historia de la bulliciosa urbe… 


Ese tesoro era lo que el joven escritor pretendía explotar en su propio beneficio, apoderárselo, sólo para sí, robarle a la ciudad los viejos y añorados olores a papel y a madera, a hierro y adobe, a ciencia y arte, y, si acaso pudiera, con todos los sentidos, para después trasladarlo a sus historias donde los atrabiliarios personajes creados por su imaginación tomaran vida e interpretaran con pasión sus “perfomances”.


Sería un buen día para el paseo, la contemplación y sentir de nuevo el solaz de notarse vivo y creativo. 

Recopilaría en su caminar emociones al vuelo, figuras de caras enfadadas, o alegres, o inexpresivas; sonidos, ademanes e insultos, el ruido quejumbroso de carretas y los golpes de los badajos en el campanario de la catedral, la Notre Dame… Coleccionaría los gritos de los alfareros y resto de mercaderes, el miedo a los sitios escondidos, algunos oscuros y olientes de orín y excrementos, el olor caliente de mujeres vendedoras de sexo rancio, la loca algarabía de los niños, ensimismados en inocentes o -a veces- juegos crueles…


Todo, todo eso era un material de incalculable valor para sus creaciones. 


Tendría la ocasión también de plasmar en su fuero interno la motivación de hombres envueltos en sudor y mugre por el esfuerzo de su delincuencia; a los chulos señoritos contratando sexo a las jóvenes prostitutas de las estrechas calles de Montmartre por dos miserables monedas de cobre; el olor a estiércol, a cieno, a aguas estancadas, a hojas muertas… La vida misma, con todos sus contrastes, que gratuitamente le ofrecía su viejo y querido París.


Nada era desechable al escritor que llevaba dentro. 


Presto pues, sus primeros pasos se dirigieron hacia los tenderetes que lucían con múltiples colores el asediado mercadillo. Allí dispuso de tres o cuatro monedas fraccionarias que convirtieron su bolsa panadera en algo más rollizo que un simple trapo -haciéndose de esta manera también más importante-, máxime después de haber calculado mentalmente que el precio total de las vituallas adquiridas había sido muy interesante para su mermada calderilla.

-II-

La charla y -casi siempre- sus discusiones con los mercaderes le divertían sobremanera. Le resultaba un juego emocionante llevarles la contraria con muy simulada mala cara, retándoles en el precio que solían exigir por sus viandas. A menudo conseguía sacarles de sus casillas con argumentos elocuentes y complejos, hasta que lograba la venta a la baja, y de esta guisa tramposa frente a sus mentes poco educadas obtenía precios más cercanos a sus pretensiones de compra.


Como es natural, sus estratagemas le procuraban que, al darse la vuelta, tras sus espaldas, algún que otro tendero le dedicara con aspavientos los peores improperios, dirigidos bien hacia su longilínea persona, bien acordándose de su santa y difunta madre.


Pero poco le importaba. ¡Todo por la causa… No estaba su economía para comprar un cuartillo a precio de cuartillo y medio!…


Sumido en estos pensamientos, apenas se dio cuenta de haber sobrepasado la orilla izquierda del río donde solía sentarse a meditar. Pensó en volver, pero lo desechó al considerar que la vuelta por el mismo camino también le brindaría después la oportunidad de visitar una vez más uno de sus sitios preferidos.


Accedió, pues, a la calzada con paso decidido evitando interceptar el camino de un carruaje tirado por un par de hermosos caballos. El fuerte sudor de los nobles brutos que tiraban de la carretela se evaporaba en caprichosas volutas que escapaban de entre sus crines, haciendo de sus poderosos cuellos una estampa perfecta para un nuevo cuento que, de repente, se plasmó en su cerebro…


Lo anotó en su libreta para después hacer uso conveniente del caprichoso momento.


Tras cruzar el bulevar, dio a parar a la entrada de una empinada callejuela que desembocaba -según creía él- a la estación del Oeste, recientemente construida. Después se pasaría por la estación para echar una primera ojeada; hasta ahora, no había tenido la oportunidad de curiosear un poco en ese lugar, y los trenes le entusiasmaban.
Había leído en la prensa local que en el futuro esa estación sería un punto de confluencia en el tránsito de mercancías europeo, especialmente desde Alemania, aumentando con ello las posibilidades de exportación, siempre necesario para Francia; aunque también los trenes de pasajeros brindarían a las gentes soñadoras la oportunidad de conocer más horizontes que los de la antigua Galia.

Esa lectura le había despertado un nuevo sueño. Algún día cumpliría esa inquietud y llegaría a escribir una buena novela de viajantes y desconocidos paisajes.


Sí: decididamente, el tema le gustaba.


Pero, por el momento, se conformaría con observar lo que tenía más a mano…


Así se consoló y siguió su camino.


Como el que no quiere la cosa, y por no medir sus pasos, quiso la mala fortuna que, casi sin quererlo, pisara un recuerdo que algún zigzagueante amigo del dios Baco había dejado en el adoquinado la noche anterior. Resbaló de tal suerte que su larga figura no tuvo más remedio que saludar violentamente el nivel del mismo suelo, pero evitando -¡gracias a Dios!- embadurnarse con el repelente y pegajoso líquido que adornaba la acera.


Visiblemente enojado se levantó injuriando al malnacido que dejara el recadito y trató de limpiar a manotazos sus únicos, pero relucientes, pantalones de las suciedades que se le hubieran adherido.


─¡Maldito bastardo! ¡Cerdo del infierno!… -exclamó, sin querer pararse a razonar que aquella mala suerte había sido el precio que a veces se paga por intentar ir por el mundo siempre con la cabeza muy alta.


Pero, los males no vienen solos, cosa que el destino le haría más adelante aceptar como algo inexorable.


Al menos para él…


Bueno; pues lo cierto es que, alzando la vista de nuevo, quedó petrificado.


─¡Qué hermosura de escritorio! –acertó a exclamar, quedándose embobado.


La tienda que tenía ante sí dejaba ver en su interior todo lo que una clásica almoneda podía ofrecer a aquellos locos encariñados con la grandeza de los muebles antiguos: cachivaches de todas clases, vestidos de fiesta pasados de moda, lámparas de aceite de ballena, velones, peces disecados oliendo a formol rancio, varias sillas carcomidas por las chinches y otros muebles… Todo un etcétera de viejos enseres.
Pero algo especial, muy especial, sobresalía entre todas aquellas cosas desechadas por el hombre normal: un buró…

… Para ser más exactos: “aquel buró”… 


¡Era único…! –se dijo, entusiasmado. Un escritorio precioso, finamente tallado en madera noble –caoba, o cerezo, posiblemente- artísticamente lacada, de un color caramelo que incitaba al encanto de la escritura. 


¡Es una maravilla!… –no pudo evitar gritar voz en alto en plena calle.


Se acercó algo más para observar con detenimiento los delicados adornos que representaban las incrustaciones marfileñas que enfatizaban el lujo de sus líneas, y se atrevió a tocarlas como se acaricia a una mujer hermosa por miedo a romperla…


Puso especial atención en sus compartimentos, unas gavetas que guardarían los utensilios de escritor, donde celar después bajo llave las historias más logradas, los sueños más quiméricos, las ideas, los proyectos más inimaginables…


Y, por último, el tablero de escritura, en piel de la mejor calidad… Jamás había visto una joya tan refinada. Sus ribetes dorados estaban labrados con unos arabescos de entrelazadas figuras geométricas donde se notaba que el artista, dueño de esa descomunal obra –posiblemente inglés, o quizás francés-, no se había recatado lo más mínimo con el carísimo pan de oro.


Escribir sobre aquella “delicatessen” tenía que ser el sueño dorado de todo intelectual. Sentir frente a él el nacimiento de las palabras sobre el papel y escuchar la caricia de la plumilla sabiéndose arrastrar sobre la verde piel, se le antojaba alucinante, obscenamente voluptuoso.


─¡Menuda maravilla! –volvió a gritar.


─¿Le gusta, señor?… Se lo dejo a buen precio… –oyó a su espalda, pillándole de improviso.


El anticuario le miraba fijamente por encima de unas gruesas gafas. Su aspecto era afable, de unos setenta años; pelo canoso, bajito, enjuto y bien encarado, con mirada de lupa escrutadora. Quizás algo desaseado en lo personal por la descuidada barba y el grueso bigote grisáceo que le confería el aspecto de un pequeño guerrero galo, pero que le hacía un juego perfecto con la cachimba de la que humeaba un embriagador tabaco de mezcla holandés. Vestía un pantalón de peto y una camisa a cuadros azules.


─¡Oh!… Lo siento, señor. Perdone, pero no he podido contenerme. Este buró es una verdadera preciosidad; sin embargo,  me es imposible comprárselo… 


…Verá; soy escritor y mi fortuna es…, es…, ya sabe… ¿me comprende?… –continuó avergonzado. 


Pero –terminó diciendo, dejando una puerta abierta al diálogo-, le confieso que daría cualquier cosa para que esta maravilla adornara el humilde salón de mi apartamento.


El regateo siempre fue algo superior a él; pero esta vez era plenamente consciente de que tal belleza no estaría jamás a su alcance, ni mucho menos.


─¿Para quién si no está hecho un secreter? Un buen escritor es lo que está pidiendo este noble mueble, y no un estibador del puerto, digo yo… -le contestó, soltando el viejo unas risitas enigmáticas.


─Insisto; si le gusta, se lo dejo a buen precio… –continuó, arrastrando esta vez entre sus labios y la cachimba sus tres últimas palabras.


A Jean-Jacques le picó la curiosidad; era evidente que jamás podría adquirirlo, pero aquel pícaro e inteligente viejo había conseguido engatusarle en extremo.


─¿Cuánto quiere por él? –se atrevió, por fin-. Es sólo por saberlo; quizá conozca a algún amigo que pueda quedárselo. Yo ya le he dicho que no puedo comprarlo… 


…Y yo no quiero vendérselo, mi joven escritor, ni a usted ni a ninguno de sus desconocidos amigos le contradijo.


─¿Cómo? ¿Me está tomando el pelo…? –se encabritó.


─No señor, en absoluto… ¡Se lo alquilo! Este bello secreter jamás estará en venta. ¡Ni para usted ni para nadie…! –le dijo, también alzando la voz malhumorado por el desaire.


─Perdone; ¿ha dicho que me lo alquila? ¿He… oído bien? –preguntó con aire más contenido, pensando que aquél viejo anticuario estaba realmente loco.


─Ha oído usted muy  bien y no se lo voy a repetir. Medio franco de plata al mes, y es mi última palabra. ¿Le interesa o no?…


Jean-Jacques no se lo pensó dos veces.



-III-

La emoción que sentía era incomparable con cualquier otro sentimiento.


Aún no se lo podía creer,  iba a disfrutar de aquella maravilla durante al menos… ¡dos meses! Su esmirriada bolsa había quedado tocada de muerte, pero merecía la pena, era una inversión muy valiosa. Estaba seguro de que podría obtener con sus publicaciones tres francos más durante el mes siguiente, y guardarlos para después prorrogar el plazo del contrato otros dos meses más, y así mientras pudiera.


Tembló -no obstante- cuando cayó en la cuenta de que el diario local al que mandaba sus relatos jamás pagaba religiosamente. 


“Monsieur Enri Dupré” -así se hizo llamar el anciano- había sido en extremo exigente a la hora de firmar el documento: por ejemplar triplicado y redactado con unas cláusulas draconianas para el caso de desperfectos, roturas o desaparición del mueble, y  bla, bla, bla…, un montón de términos jurídicos que a duras penas logró entender.


El viejo le dijo que venía de familia leguleya y que su dilatada experiencia de comerciante le dictaba que “…las palabras se las llevaba el viento…”, que sólo “… el papel bien amarrado podía soportar tanto la euforia de los más violentos tifones como los cínicos argumentos del más recalcitrante e incumplidor contratante”, según sus propias expresiones.


Amigo… –le aseguró-, en los negocios no hay amigos, ni familia ni padrinos…”, y a fuer de ser sincero tuvo que reconocer que el aserto del vejete era tan cierto como real.
Hizo especial hincapié en asegurarse de que, en caso de su fallecimiento, quedaba facultado “sin más trámites, para retirar del domicilio, de forma inmediata”, el secreter de su propiedad, haciéndoselo autorizar así, de forma expresa y en mayúsculas, en el último párrafo del contrato.

La verdad es que todo esto le pareció justo, pero en absoluto su rocosa negativa a llevarse el mueble, aún habiendo pagado ya el precio consensuado. A él le hubiera resultado muy sencillo encontrar un medio de transporte, pero Monsieur Dupré se negó y se negó rotundamente sin que hubiera forma humana de convencerle de lo contrario, como tampoco quiso explicarle el motivo de su negativa.


Finalmente, quedaron en que un mozo se lo llevaría al apartamento recién amaneciera el siguiente día, despidiéndose ambos con un fuerte apretón de manos.


Minutos después –ya en el bulevar- cayó en la cuenta de la robustez del viejo anticuario, pese a la edad que aparentaba, pues su efusiva despedida le había dejado bien marcados los seis dedos de su mano derecha durante un buen rato… 


… ¿Seis dedos…? … ¿Seis dedos…? 


Este detalle se le quedó aparcado en la mente, aunque se dijo que en alguna ocasión había oído o leído que existían personas nacidas con este tipo de… ¿deformaciones?


Pero, en fin; dejando este pequeño detalle al margen, el caso es que el joven escritor salió de la almoneda orgulloso y estirado, pecho henchido, mirada al frente y dueño exclusivo de su éxito, envuelto en una nebulosa de quimeras y felices ensoñaciones…


Se imaginaba ya recreando a vuelapluma el esbozo de las magníficas historias que llegaría a forjar sobre aquel hermoso tapete, apoyado sobre el tablero y envuelto en el cariñoso abrazo del soñado y felizmente conseguido buró.


Y de esta forma, tendió Jean-Jacques sus pensamientos al aire de los sueños con la intención de dirigirse a su morada y esperar con nerviosa impaciencia el cumplimiento del contrato por parte de Monsieur Dupré. 



-IV-

No había podido conciliar el sueño durante toda la noche pensando en el rincón donde colocaría el ansiado escritorio: al lado de su litera, cerca del ventanal que daba a la Place du Tertre, siempre ajetreada por las discusiones del gentío, o  quizás en medio del salón que, a la postre, era -a su vez- vestíbulo, dormitorio, cocina y escusado.


A pesar del ínfimo espacio disponible, aún no lo tenía decidido, y eso le ponía muy nervioso. El pequeño apartamento apenas disponía de unos pocos metros cuadrados, quizás ocho o nueve, no más, y en él transcurría su monótona vida desde hacía más de dos años.


El ventanal daba a la plaza, y era el único hueco por donde entraba la luz del día… -aparte del frío, el calor, el viento y la lluvia, siempre dueños de las rendijas que impedían el cierre de los batientes.


La buena de Bernadette se lo había dejado en herencia; la única hermana de su difunto padre era el único familiar que le quedaba hasta que falleció por consecuencia de un desgraciado accidente. A ella debía agradecerle tener al menos aquel cobijo donde ella había exhalado su último aliento; el mismo lecho que ahora ocupaba él cada noche había sido testigo de su larga agonía. La recordaba a diario y la echaba de menos; parte de su infancia y un tramo de su juventud transcurrió al lado de sus faldas…


La estaría eternamente agradecido por haberle tratado como si fuera su propio hijo.


…“El día de mañana serás un gran escritor, mi querido Jean… Francia te recordará por tus grandes obras, y hasta el mismo infierno se rendirá a tus encantadoras novelas…” –le había caramelizado el oído en muchas ocasiones mientras le servía en el plato sus sempiternas gachas.


Sumido en estos pensamientos, cayó en la cuenta de que debían ser más de las once.


La tardanza del mozo le produjo desazón; hacía más de cuatro horas que había amanecido y no vislumbraba el momento de su llegada. El viejo le había prometido que, tras el amanecer, haría llegar el mueble a su domicilio. La larga espera se le estaba haciendo eterna e insufrible.


Se incorporó del asiento con un nervioso respingo acercándose con muy mal humor hasta el ventanal. La Place du Tertre estaba empezando a convertirse en el lugar preferido para pintores y bohemios de toda índole, amén de rincón de conversaciones cultas, clandestinas reuniones de discusiones políticas, y también de negocios a veces no muy limpios.


Se alegraba por ello; este ambiente le había procurado mucho material que había sabido explotar eficazmente en muchos de sus relatos.


Lo cierto es que, con súbita alegría, por una de las calles que desembocaban a la concurrida plaza, divisó un pequeño carromato que, tirado por un mulo, portaba –¡por fin!- su tan esperado escritorio…


─¡Bien hallado sea Dios, por Belcebú…! –exclamó suspirando, ya más tranquilo.



-V-

Despidió al mozo empujándole después de firmarle el recibo y cerrando la puerta con rapidez. Estaba deseando quedarse a solas y sentarse frente a él para admirar su belleza.


Después de recuperar el resuello que le produjo la emoción del momento, procedió a desembalar con mimo el objeto de sus deseos;  fue destapándolo quedamente, como a una bella mujer a la que descubrir el secreto de su esbeltas líneas, despojándole poco a poco de la doble tela de arpillera que se había utilizado en su envoltura para protegerle de los golpes durante el traslado.


Cuando lo hubo conseguido, ensimismado y resplandeciente de admiración, tomó asiento en el borde del lecho y se detuvo a admirarlo tomándose todo el tiempo del mundo.


Al cabo de un largo rato, decidió instalarlo delante del ventanal.


Tal hizo y colocó frente al mueble la única silla que tenía. Observó el conjunto de ambos y, encontrándolo a su gusto, tomó el capote disponiéndose a visitar el mercadillo de Montparnasse con la idea de adquirir alguna resma de papel, un par de botes de tinta y algunas plumillas nuevas, y así rendirle el debido culto al mueble durante las tranquilas horas de la noche, a solas, disfrutando y bebiendo de la escritura.


Fue cerrando la puerta con mucho sigilo al tiempo que admiraba nuevamente por entre la rendija las líneas del secreter.


─¡Va a ser genial!.. –gritó, frotándose las manos, llegando al portal.



-VI-

El reloj del Hôtel de Ville marcó diez largas campanadas.


No le había sido fácil volver hasta Montmartre; los gendarmes se habían apostado a la salida del puente para ejecutar una redada y habían cortado con fuertes medidas de seguridad la huída de los delincuentes que buscaban. Las pitadas de sus silbatos aún le resonaban en los oídos.


Después de identificarse debidamente, los gendarmes le dejaron pasar sin más explicaciones. Había tardado más de una hora en poder cruzar el puente y la noche se había echado encima.


Por muy buen precio, como siempre, había comprado en el mercadillo el material necesario para ponerse manos a la obra. Se había entretenido después en visitar tres o cuatro tabernas -ya no recordaba bien cuántas, debido a los vapores que le azufraban- donde cumplió con fervor sus oraciones calentándose el estómago con varias jarras del peleón vino de la campiña. También intentó medio llenarlo con un cuarto de pan y un trozo de salchichón cuya dureza le recordó mucho el cuero de sus viejos zapatos.


Según se iba acercando a la Place du Tertre planeó pasar la mañana siguiente por el periódico local y pactar con su director la entrega de todas esas nuevas historias que desde hacía horas pergeñaba en su cabeza. La sola idea le produjo escalofríos, esta vez reconfortantes.


Cuando llegó al portal ya tenía decidido el final del relato que escribiría esa noche.


Presto, pues, subió los escalones de dos en dos y abrió la puerta…



-VII-

La poca luz reinante no ayudaba mucho. Los farolillos de gas existentes en la plaza eran más bien mortecinos y el ventanal apenas recogía sus débiles reflejos; tomó a tientas el candil de parafina que tenía en la pared, localizó la mecha y la prendió.
Poco a poco, la temblorosa proyección de la llama le permitió distinguir con más claridad los objetos circundantes, y lo primero que hizo fue buscar entre la semipenumbra la figura del buró.

Se acercó y observó extrañado que a la izquierda del tapete se disponían, perfectamente ordenadas, unos cientos de cuartillas de papel en blanco que él no recordaba haber dejado allí.  Pero lo que más le sobresaltó -poniéndosele esta vez los pelos como escarpias-, fue la disposición del tintero y la pluma, ambos meticulosamente preparados para la escritura.


Era evidente que él no había sido el autor de esos preparativos, pues hasta su vuelta carecía del material necesario. Se quedó pensativo intentando descifrar el misterio, lucubrando sobre quién pudiera haber entrado en su morada y gastarle la “divertida” broma.


Quizás fueran los recientes vapores del vino –se dijo, dubitativo.


Dejó el capote sobre el lecho y, con ciertas precauciones, tomó asiento frente al buró dispuesto a plasmar algunas ideas…


…¡Valdría más que no lo hubiera hecho!…


Una especie de halo carmesí rodeó todo el contorno, como si una burbuja hecha de un magma líquido y transparente hiciera de ambos, escritor y buró, un mundo aparte de aspecto infernal. Las gavetas del escritorio –excepto dos- se abrieron y cerraron sin cesar, comenzaron a interpretar una melodía agónica y tamboril, imitando los latidos de un corazón…


… Pom, pom, pom, pom, pom, con un ritmo rápido…


Después fue bajando durante unos segundos, para después retomarlo alocadamente, y así secuencialmente, una vez tras otra…, pom…, pom… pom…, una y otra vez…, una y otra vez…


En uno de esos momentos de espasmos cardíacos, uno de los folios se movió lentamente como llevado por una invisible y fantasmal mano, para después colocarse en el tablero frente a los desencajados ojos de Jean-Jacques…


Un segundo después, la pluma salió del tintero y repitió el mismo movimiento con vida propia, con la punta ya humedecida en tinta, lista para la escritura, ofreciéndose con movimientos sensuales a la mano del escritor e incitándole a plasmar en el folio todas las ideas de un gran relato.


─¡Esto es… insólito; tengo que estar soñando! ¡He de levantarme y salir de aquí…! –gritó aterrado, negándose a la fantasmal invitación del utensilio.


Bastó pronunciar estas palabras para que en un instante, como un resorte y a una sola orden, se abrieran las dos gavetas que permanecían cerradas y salieron de ellas cinco pequeños diablillos. Su aspecto, pese a su pequeñez, era tenebroso: ojos grandes y rasgados, incendiados de odio, piel arrugada de un color rojo sangre, unas bocas que se contraían con risas burlonas y crueles y sus piernas remedaban las patas posteriores de un macho cabrío.


Los cinco vestían pantalón corto de peto y una camisa a cuadros azules.


Sin más dilación, de un saltito y todos a una, se precipitaron desde el borde de las gavetas hasta el centro del tablero y, con movimientos perfectamente aprendidos y controlados, al unísono, cogidos de la mano a veces, sueltos en algún compás en otras, comenzaron a ejecutar un baile obsceno, retorciéndose, dándose palmadas, juntando sus bocas y sobándose voluptuosamente las entrepiernas...


Gritaron, repetidamente, cada uno de ellos con una vocal distinta, ¡ja, ja, ja…! ¡je, je, je…!, ¡ji, ji, ji…!, ¡jo, jo, jo…!, ¡ju, ju, ju!..; y no porque se carcajearan del joven y aterrado escritor, sino porque pronunciaban sus propios nombres a modo de presentación mirándole fijamente a los ojos.


─¡Esto es delirante… Dios mío, quiero salir de aquí!–gritó, intentando levantarse del asiento y huir de aquella horrible escena.


De súbito, se hizo el más absoluto silencio. Las gavetas cerraron su infernal tamborileo y los diablillos aprovecharon ese momento de distracción para, entre los cinco, sujetar al escritor con sus pequeñas garras de seis dedos y conseguir de esta forma hacerle coger -por fin- la volátil pluma.


Sintió repentinamente una insuperable comezón en su mano, un deseo irrefrenable de contar historias, cuantas más mejor, cientos de relatos…


¡Y a buen seguro que cumpliría su sueño…!


Todo lo demás aconteció de esta misma forma, mañana tras mañana, tarde tras tarde, noche tras noche, hasta el final de la semana siguiente en que sus fuerzas se extinguieron y se dio por vencido frente a su bello y maravilloso buró.


Cientos de hojas manuscritas quedaron dispersas en el suelo; los diablillos iniciaron rápidamente la recogida guardándolas en perfecto orden, distribuyendo las resmas entre las diversas gavetas del escritorio.  Después, con la técnica propia del más experto cirujano, cortaron del vientre de Jean-Jacques un trozo rectangular de piel, guardándola bajo llave.


Finalizado el trabajo, se retiraron entre carcajadas para despedirse, encerrándose en los nidos que antes les habían cobijado.


La esfera infernal desapareció y todo volvió a la normalidad…


Excepto Jean-Jacques.



-VIII-

Tres días después, alguien compareció ante la gendarmería del distrito reclamando para sí la propiedad del buró.


La exhibición del contrato donde aparecía la firma del joven fallecido convenció al jefe de policía, y no tuvo mayor inconveniente en que se retirara el mueble reclamado. Antes se había mostrado muy suspicaz con aquel viejo sobre si tenía alguna información que pudiera ayudar sobre la extraña muerte del escritor.


La falta de un trozo de piel en su vientre le tenía muy intrigado, pero tampoco supo éste decirle.



-IX-

En la trastienda del local, pulsó un resorte escondido bajo el tablero y automáticamente se abrieron dos gavetas. Saltaron al tiempo cinco diablillos colocando en el centro del secreter una pequeña prensa y sacaron centenares de hojas manuscritas del resto de los cajones; tras ordenarlas en un santiamén, las colocaron celosamente en su interior.


Después, procedieron al encolado del lomo con tiras de un tejido parecido al algodón que empaparon con un fuerte engrudo. Por último, abrieron el último de los cajones y extrajeron con mucha delicadeza de su interior un trozo de piel reseca, la envolvieron y pegaron en una doble cartulina, dándole la forma del libro con el que finalmente unieron para servirle de tapas.


Hecho esto, prensaron todo el conjunto y forjaron un sello de plomo, lo humedecieron en tinta indeleble, lo izaron sobre la tapa y después sobre el lomo, imprimiendo por fin el título con el que sería eternamente conocido en la Biblioteca del Miedo: 



TOMO 6666
COLECCIÓN JÓVENES ESCRITORES
“LAS CIEN ÚLTIMAS OBRAS DE TERROR DE JEAN-JACQUES”
–Impreso por Enri Dupré, Diablo Mayor de París (Francia)- 


-Epílogo-

La mañana en Baltimore se mostraba muy digna para dar un paseo… 


 


La tienda estaba cerrada, pero quizás fuera bueno esperar a que el dueño se presentara…


─Este buró es una obra de arte –dijo Poe a su acompañante femenina. ¿Te has fijado en sus líneas delicadas, Virginia…? Invitan a escribir…


─Te encantaría llevártelo… ¿verdad? –le dijo ella, mientras él seguía admirando tras el cristal los bellos detalles del mueble.


─¿Le gusta, señor?… Se lo dejo a muy buen precio –oyeron a su espalda, pillándoles de improviso…



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El último viaje

-I- Hacía más de veinte años que Carlos había abandonado el pueblo que le vio crecer, una pequeña villa de apenas quinientos ha...