-I-
Domingo, 6 de diciembre,
2015
Aquella mañana no estaba ni placentera ni muy dispuesta a
complacer mi paseo por la bonita y sinuosa avenida que besaba la orilla del
mar. Palmeras y naranjos se habían puesto de acuerdo en acompasar sus hojas en
favor de la dirección que el fuerte viento del este imponía a todo ser
viviente. Mientras, en tanto que invocaban algún que otro respiro a sus racheados
embates, agradecían mudos las escasas gotas de lluvia que por el momento traía
consigo sirviéndoles así de fresco lavado con el que aliviar el polvo salino
acumulado meses antes en un estío tan desacostumbrado y fuerte como aquel, al
parecer el mayor conocido en esta región mediterránea durante la última década.
El pequeño pueblo no era sino el asentamiento de unas
quinientas familias cuyos ancestros quizá tuvieran sus raíces en aquellos marineros
comerciantes venidos de la antigua Fenicia que, enamorados de la placidez y
belleza de estas costas, decidieran quedarse y mezclar su sangre con la de sus
pocos habitantes, forjando así un destino muy diferente al que la naturaleza tenía
previsto para ellos, en esas pocas veces en que una de las Moiras ─las metódicas
y sistemáticas diosas que tejen el destino del hombre─ se despista, no consigue
enhebrar su hilo en la aguja y la alocada inmediatez de su trabajo permite a un
ser humano privilegiado decidir por su cuenta el camino a seguir. Es cierto que
son muy pocos los casos pero, a juzgar por la singularidad de estas gentes, no
dudaría en afirmar que éste fuera uno de esos rarísimos errores de las míticas hilanderas.
Desde la ventana de mi dormitorio observé que un cúmulo de
nubes se acercaba a la costa augurando una de esas tormentas en que el aire y
la lluvia se entremezclan para prohibir el paseo al viandante. Pese al mal
tiempo, me dije que los pocos días que disponía debía aprovecharlos hasta el
límite; y así fue como tomé con premura el chubasquero para dirigirme sin más
dilación al paseo marítimo y saciar mi pituitaria del salobre olor de la mar.
Quería gozar de la rusticidad del lugar como el que busca cobijo entre los suaves
pechos de una madre. Me había propuesto olvidar para siempre mi último fracaso
literario y necesitaba de esa paz interior que tan sólo podría ofrecerme el abrir
mis ojos a lo natural, al quehacer diario de la sencillez desprovista de morbos
y vanas costumbres, a la contemplación de la vida desde un ángulo muy distinto
al que esta decadente sociedad nos tiene acostumbrados desde muy niños; en
definitiva, a disfrutar en cámara lenta de esos momentos maravillosos tan
olvidados por el urbanita como el sonido de las olas rompiendo furiosas contra las
rocas, o el estridente graznido de las gaviotas reclamando a las olas quién
sabe qué, o ─quizá lo mejor de todo─ el estimulante cosquilleo de la espuma
marina retrayéndose entre los dedos de mis pies desnudos jugando con los
diminutos gránulos de sílice que tan amorosamente blanquean la playa…
En esos momentos en que todo se contrae en la mente, en ese
instante en que lo que te rodea llega a ser parte de ti mismo al absorberte y
te sientes deliciosamente acoplado al Todo,
me vino a la memoria el estribillo de un poema o cancioncilla que había leído de
joven en no recuerdo qué viejo y “más-que-usado” librillo de tercera o cuarta
mano ─adquirido seguramente por muy poco precio en una de esas tiendas de feria,
tal era el poder de mi bolsillo─, cuya lectura me causó una sensación aún perdurable
en el tiempo, haciéndome entonces recapacitar sobre muchas e interesantes cosas
respecto de la debilidad del hombre:
Vives impertérrito y ausente de
la vida,
y reclamas mil placeres por
sentirla tan de cerca
porque crees ser su dueño,
mas ignoras que apenas eres sueño
que en vapores se convierte, que
es muy terca
cuando llega a su final, la muy
creída…
-II-
Con estos pensamientos estaba ensimismado ─reconozco mi
extraordinaria propensión a la abstracción, no sé si buena o mala, esa es la
verdad─ cuando sin darme cuenta casi me topo con uno de los pocos norayes
existentes en el mismo límite del embarcadero que servía de amarre y cobijo a
las diez o quince barcazas de pescadores que aún lograban subsistir malamente con
el escaso producto de su trabajo en la mar. El pulpo, la anchoa y el abadejo
eran casi las únicas especies que habían logrado sobreponerse en cantidad
suficiente a unas condiciones cada vez más insoportables para la vida marina. En
estos tiempos la pesca no resultaba fácil para esos esforzados marineros que
antaño conocieron en sus aguas más de doscientas especies en que faenar; bien
es cierto que a costa de refrenar sus capturas y respetar el ciclo natural de
la vida como si de un dios quebradizo se tratara.
Pero el destino ha querido que su respeto no sirva de gran
cosa; y no porque abandonaran irresponsablemente sus esmerados cuidados, sino
porque la manzana emponzoñada no tiene salvación, y así el corazón humano de
unos pocos, hambrientos de riquezas aún a
costa de todo y de todos, se abandona a la desidia y pierde su esencia
humana para convertirse en un simple músculo insuflador de avaricia y pobreza,
siempre en perjuicio de los más débiles.
Cabría preguntarse entonces si no somos el resultado de una
evolución equivocada; y en esto sí tiene algo que responder la propia
Naturaleza.
Una ráfaga de viento seguida de una finísima lluvia me azotó
la cara haciéndome recapacitar y bajar la vista para darme cuenta a tiempo de que
estaba al borde mismo del embarcadero con el peligro que suponía perder el pie
y caer entre aquellas procelosas aguas que anunciaban claramente sus malas
intenciones; pero ─aún así─ hermosas y pletóricas de vida, dotadas de un poder
misterioso, dueñas de esa gran fuerza y libertad sin límites y, a pesar de ello,
condenadas irremisiblemente a la pérdida definitiva de su preciada pureza.
Sin quererlo ─quizá fuera un acto reflejo de mi semidormida conciencia─,
una lágrima me asaltó a traición recorriéndome pausadamente el rostro para
mezclarse con la lluvia y la salobridad de la brisa que lo acariciaba. Algo me
dijo que no merecía estar allí y me pareció que las olas me echaran en cara las
ignominias padecidas por la naturaleza, haciéndome sentir pequeño y miserable… Entre
silbidos, parecía que todas las ninfas de los manantiales se habían concentrado
en aquel lugar junto a las sirenas de Ulises para susurrarme al oído sus enconados
cánticos:
Entre la tierra y la mar confluye
el viento
que las separa, mas las fusiona
entre sollozos;
de aquí la espuma del fiero mar,
de aquí el esbozo
que pinta con óleo azul su fresco
aliento…
Contra la mar y la tierra rompe
sus lanzas
el hombre inane, y las maltrata
por simple juego;
está muy ciego, habrá venganza,
el mismo hombre chasca la mecha, ardiente
el fuego…
Quizá fuera por mi
natural forma de ser, en el sentido de que siempre he temido el misterio y la parte
truculenta de la mitología, quizá porque mi estado anímico había dejado de ser el
más propicio para disfrutar del paseo; lo cierto es que esas voces interiores
me asustaron y estuve a punto a dar la vuelta y refugiarme en la posada hasta
que el buen tiempo hiciera de nuevo su aparición.
-III-
Al cabo de unos segundos me percaté de algo realmente fuera
de lugar en aquel entorno cuasi hostil: un pescador sentado al final del
embarcadero tiraba fuertemente de su caña desafiando al viento y la lluvia como
si la climatología en contra no fuera con él. Cierto es que el aire había
amainado un poco y la lluvia ya no arreciaba tanto, pero tampoco era muy normal
lo que mis ojos estaban contemplando. Sorprendido por aquel extraño cuadro, me
fui acercando lentamente hasta aquel hombre y al llegar a su lado traté de
trabar conversación con él, saludándole con amabilidad al darle los “buenos” días.
─Buenos días, señor… ¿Qué tal la pesca…? Parece que el
tiempo no acompaña mucho, ¿no…?
El hombre, un anciano de blanca y larga barba que no
ocultaba del todo un rostro curtido por grandes arrugas, me miró desde su
asiento con cara displicente y se dirigió a mí con unas misteriosas palabras:
─Siéntate a mi lado, hijo; y por favor mantén tu silencio,
que la mar llora cuando te escucha…
Me quedé perplejo, no esperaba sentirme tan incómodo, pero
esa fue la sensación que me transmitió al reflejarse en mi cerebro aquella
hierática frase respecto de un mar ¿…en llantos?
─Perdone, no quería molestarle…─intenté excusarme.
─No molestas… Sólo calla y escucha sus lamentos. Mientras
tanto, déjame que las siga aliviando en lo que pueda…
El viejo pescador me dejó intrigado. Aquellas frases no
tenían sentido, llevándome a pensar que seguramente la locura había hecho presa
en su desgastado cerebro.
Desafiando también al viento y la lluvia, acepté por
curiosidad su invitación y me senté a su lado con cierta desconfianza para observar
de cerca su curiosa forma de actuar. Confieso que me dejó estupefacto la maestría
con que utilizaba la caña de pescar y la enorme velocidad con que lo hacía.
Visto y no visto, una vez que notaba un mínimo tirón en el anzuelo, con toda
celeridad retraía el sedal, desenganchaba la pieza y, sin que diera la más
mínima oportunidad a mis ojos para admirar por un segundo el valioso trofeo obtenido,
lo metía en el cesto de mimbre para cerrarlo después con un desenvuelto movimiento
de codo que se me antojó antinatural en un hombre de tan avanzada edad. Esto lo fue haciendo una y otra vez sin perder
el ritmo, hasta que perdí el sentido del tiempo y me cansé de contar las veces
que repetía las decenas y decenas de su reiterativo ir y venir: del sedal a la
cesta y de nuevo el anzuelo al mar, una
y otra vez, una vez y otra, y ser incapaz de discernir en ninguna de ellas el
pez llevado al morral ─por usar un término propio de la caza, porque aquello no
era pescar, sino pura depredación en el sentido más cruento del término─.
─Señor… ¿cuándo acabe, me podrá enseñar la pesca de su
cesta…? ─me atreví a insinuarle picándome la curiosidad, pero con miedo a
causarle molestias.
─Los lamentos de sus aguas sólo se alivian así, pero no son
nada en comparación con las que lo ahogan irremediablemente entre lágrimas de
sangre. Ellas son muy difíciles de aprehender, se esconden entre el limo y las
rocas y no emergen por miedo a seguir sintiendo el dolor de morir; pero no
saben que ya no es posible, que deben morder mis anzuelos para reunirse con sus
cuerpos y conocer su bien ganada gloria… Hay niños…, hay niños que se niegan, que
no emergen jamás… ¡los pobres niños reclaman venganza…! ─me contestó muy
irritado mirándome a los ojos con una furia desatada e incomprensible. Achaqué
a la casualidad que en ese mismo instante las aguas se encresparan también acompañando
la irritación del viejo en una extraña y empática sincronía.
No entendía nada; aquellas palabras y su descarado enfado acabaron
aturdiendo definitivamente mi siempre ordenada lógica contrayendo al mismo
tiempo mi corazón. Quise huir de su lado; el miedo se apoderó de mi mente pese
a ser consciente de que ningún daño podría hacerme aquel anciano, ahora tan hostil
y desconsiderado.
Definitivamente llegué a la convicción de que había topado
con un loco de atar, pero quizá un loco muy… mmm… “especial”.
─Siento haberle irritado, señor, no era mi intención
incomodarle… Le saludo y le deseo buena suerte. Buenos días… ─me despedí de él y
me incorporé dispuesto a desandar mis pasos y volver rápidamente al hostal.
Sin
embargo, nada contestó; siguió tirando de la caña con velocidad endiablada,
abriendo y cerrando su cesta donde guardara sus invisibles capturas para
después volver de nuevo al celo de aquella incomprensible faena.
Tras alejarme unas decenas de metros de él, me di la vuelta,
observé por última vez su delgada figura sentada al borde del mar y creí
escuchar cómo repetía una y otra vez esas terribles palabras mientras la mar se
tornaba aún más áspera y la lluvia comenzaba a arreciar:
─… Pero la de los niños no emergen… ¡Reclaman venganza…!
¡Hay niños que reclaman venganza…! ─gritó fuertemente.
Una mezcla de aterrorizados relinchos y lo que me parecieron
silbidos de delfines se hicieron presentes cerca del anciano hasta desaparecer
por momentos bajo grandes cortinas de agua, y esto acabó por convencerme definitivamente
de que la presencia de mi persona ya estaba sobrando en aquel embarcadero.
-IV-
Lunes, 7 de diciembre,
2015
Ha llegado el momento de irme. La mañana ofrece un sol
precioso de otoño llenando de armónico colorido la avenida marítima de este lugar.
Recuerdo todavía con terror la tarde anterior y el encuentro con el misterioso
personaje del embarcadero. He estado dándole mil vueltas a esa vivencia y me
avergüenzo de mi comportamiento. Creo que no debí huir, que mi obligación era ayudar
al anciano y ponerle a salvo de aquellas torturadas olas. Tengo una sensación
de remordimiento mezclado con el miedo de que pudiera haber muerto, saber de su
desaparición y sentirme el único responsable de ello. Jamás hubiera pensado que
mi reacción pudiera llegar a tanta bajeza moral, dejándole allí, a su suerte
negándole mi ayuda. Sin embargo, aún me apego a la idea de que aquel hombre
sabía mucho más de la mar que yo… Seguro que salió del embarcadero con el
tiempo suficiente como para burlar el furioso embate del mar. ¡Dios lo haya
querido así!
Sólo una triste maleta ata mi destino y mi vuelta al hogar. Allá
todo volverá a ser la historia de siempre: caer de nuevo en la cotidianidad del
aburrimiento, escribir las mismas petulancias para el periódico, intentar por enésima
vez comenzar sin éxito ese libro que he perseguido durante toda mi vida y
escuchar tendido en el sofá las escabrosas noticias de siempre. Las
observaciones de este pequeño pueblo me han enriquecido pero, al mismo tiempo,
han creado en mi espíritu unas sensaciones imborrables llenas de inquietud.
Creo que mi obligación es vencer mis miedos y volver al embarcadero, preguntar
a los marineros por la suerte de aquel anciano y, en el peor de los casos,
entregarme a las autoridades para explicarles los motivos de mi huida.
Pero no… es mejor olvidarlo. Reconozco que soy un cobarde...
─Epílogo─
Sábado, 21 de noviembre,
2015
Noticia publicada en el Diario La Región:
“La estatua en bronce de un anciano pescador lanzando su
caña al mar fue instalada en la mañana de ayer por los empleados del
Consistorio. El lugar elegido para su instalación ha sido el embarcadero, en el
extremo norte conocido como Rompiente de
las Mareas. Es obra del escultor autóctono Federico de la Borroja. La Cofradía
de Pescadores de Santa Virgilia ha sido ─junto con una pequeña contribución del
propio Ayuntamiento─ la responsable de su donación. Personifica la figura
humanizada de Poseidón como un pescador de almas, sustituyendo así su clásico
tridente por una caña de pescar y un cesto de mimbre donde las guarda y las
protege hacia la salvación eterna.
Una placa atornillada en el dorso de la cesta contextualiza
en bajorrelieve su motivo:
«A Neptuno, Pescador
de Almas. Que su anzuelo consiga capturar las de los ahogados y devolverlas al
lugar donde el amor y la paz sustituyan al odio, al dolor y al espanto con que
perdieron sus vidas. (20, Noviembre de 2015. Estatua donada por la Cofradía de
Pescadores con la colaboración del Excmo. Consistorio. Es obra del escultor
Federico de la Borroja, hijo predilecto de esta tierra»)”
-o-o-o-o-o-
No hay comentarios:
Publicar un comentario