lunes, 25 de septiembre de 2017

El último viaje




-I-

Hacía más de veinte años que Carlos había abandonado el pueblo que le vio crecer, una pequeña villa de apenas quinientos habitantes perdida en medio de la sierra castellano-manchega cuyo nombre no viene al caso desvelar. Ahora, el autobús de línea cubría con su especial traqueteo ese viaje de vuelta por la misma carretera llena de baches y apenas asfaltada que mal que bien, treinta kilómetros más allá, intentaba comunicar con la autopista que conectaba con la civilización. Le encendía el ánimo poder rememorar de nuevo el pequeño rincón que le viera crecer allá por los años veinte, observar a aquellas buenas gentes de caras adustas, respirar el aroma de la resina entre sus pinares, del romero y la salvia que ahora estallaban en un pletórico azul floral para solaz de las infatigables abejas.

Desde la ventanilla paseaba su mirada en aquel entorno admirando el rápido transitar del amarillo óleo de los girasoles y quedó ensimismado intentando proyectarse entre los pétalos de sus redondos florones e imaginarse -como los insectos- explorador de sus entresijos. Al verlos, todos apretados en luciente e inclinada formación, como rindiéndole una sutil reverencia, su corazón le hizo recordar una vieja canción infantil y no pudo evitar que sus ojos trataran de ocultar ese par de lágrimas que a todos se nos escapan cuando nuestros recuerdos amables fluyen y acaban por agolparse en nuestra garganta tratando de ahogarnos en un océano de nostalgias.

El frenazo del conductor y el movimiento de los pasajeros buscando apearse del vehículo le hicieron entrar de nuevo en la realidad.

Cuando se abrieron las puertas, esperó a que bajaran y despejaran la salida, tomó su pesada bolsa de viaje y cubrió los tres peldaños hasta pisar el pavimento de la que siempre había conocido como Plaza Mayor.

Buscó la primera placa municipal que alcanzara a descubrir y leyó: “Plaza de la Constitución”.

«Lógico -pensó-, los años lo cambian todo».

Decidió quedarse allí quieto paladeando esos instantes. Observó con detenimiento la blanca fachada del antiguo Consistorio, a esas primeras horas de la tarde castigada por un sol de justicia que devolvía al transeúnte un lacerante reflejo transformado en una llamarada de agobiante calor. Siempre lo recordaba a duras penas, seguramente debido a las reformas que habría sufrido a lo largo de todos esos años; pero sí reconocía sin lugar a dudas el peculiar balcón desde el cual Don Servando –el entonces alcalde, reputado miembro del Partido Comunista- dirigía su grave voz a los lugareños que le observaban embobados desde abajo, a quienes arengaba con sus soflamas contra el fascismo hasta conseguir enfervorizar y alentándolos para descubrir a los “traidores del pueblo”, empezando por los que moraran en sus propias casas.

Entonces apenas tenía trece años y nada sabía de política, pero recordaba que eran tiempos de horror, de enfrentamientos entre hermanos, padres e hijos, de traiciones y envidias personales que aquella guerra fratricida subsumía como entidades propias de la manera más natural e insana. Y aquella pequeña villa tampoco se libró de sus cruentas consecuencias.

Descabalgó de sus pensamientos y encaminó sus pasos hacia la carretera principal, en dirección sur.

A unos trescientos metros se encontraba el camino que conducía al viejo caserón que aún seguía resistiéndose en pie pese a las inclemencias sufridas durante tantos años. Acomodó sus pasos con precaución para evitar los temidos sofocos que hacía un tiempo le venían atacando sin avisar. Fue fijándose en las zarzas que bordeaban la carretera, ofreciendo ahora sus frutos maduros, algunos de un color blanco lechoso, postre deseado de los golosos tordos y gorriones que los picoteaban con ahínco y glotonería. Tomó un par de los más rojos y limpios, con cuidado de no pincharse, y los fue chupando por el camino sintiendo otra vez en su paladar aquel ácido sabor de su agreste textura.

Eso le hizo rememorar los tiempos de la infancia y la grata compañía de Isabel, su amiga, novia y esposa a quien tanto amó y tanto le hacía sufrir todavía con su comportamiento. Ambos nacieron en el pueblo y, desde que se conocieron en la vieja casona, siendo muy niños, ninguno de los dos supo prescindir de la compañía del otro.

¡Cuántas veces recorrieron ambos de la mano el mismo camino llenando sus cestillos de esos rojos frutos silvestres…!

-II-

Cuando quiso darse cuenta, se encontró subiendo el ondulante repecho que -por fin- conducía hasta la casona.

Nada parecía haber cambiado en aquel lugar; las mismas acacias y moreras que se alineaban a ambos lados del camino desde hacía tantos años se susurraban unas a otras a favor del viento con el acompasado movimiento de sus hojas, y los mismos mojones delimitaban desde entonces las ya abandonadas fincas de secano...

Todos ellos le hablaban de un tiempo que se le antojó estancado en su propia prehistoria.

Allí seguían estando también los muretes de piedra que aún pretendían separar unos campos de otros; a duras penas aguantaban su precaria verticalidad para intentar evitar la posible entrada por parte del ganado extraviado, o incluso de los intrusos, ahora ya innecesarios. No le sorprendió pues la mareante sensación de verse trasladado de nuevo a ese otro tiempo, en esa dimensión donde los recuerdos no son tales, sino vivencias presentes atadas al dolor de tiempos pasados.

Notó un repentino escalofrío y -sin saber por qué- por un momento se sintió perdido, sin escapatoria posible, repartido entre dos mundos bien distintos, como succionado en un furioso bucle de incomprensibles mezclas, nadando entre rancios y coloridos fotogramas refundidos entre el ayer y el hoy de forma indiscriminada.

Un súbito ahogo le obligó a tomarse un respiro. Su corazón estaba pidiendo ayuda y tenía que socorrerle. Los malditos ahogos le venían anunciando durante los últimos meses que aquel cansado motor estaba a punto de griparse. Decidió regalarse un breve descanso y se sentó con pesadumbre en una piedra que le invitaba desde el mismo borde de la vereda. La pequeña lagartija que le observaba desde la cercanía, entre curiosa y aterrada, se vio sorprendida por su inesperada acción y salió corriendo a toda prisa para después agazaparse bajo un pedrusco casi oculto bajo una zarza, desde donde seguiría ejerciendo su cuidadosa vigilancia..., por si acaso.

Carlos observó con interés su huida y recordó con una sonrisa que Isabel solía cazarlas para estudiarlas mejor desde cerca; pero siempre la cogía de improviso cuando el pequeño e inofensivo reptil hacía soltar a propia voluntad su cola y obtenía de esta guisa su ansiada liberación, dejándola a ella con dos palmos de narices, el convulso rabillo agitándose todavía entre sus manos con vida propia y ella riendo nerviosa la gracia que le provocaba el vivo obsequio de su burlada cacería.

Ambos debían tener más o menos la misma edad; nunca lo supieron y tampoco le dieron importancia. Era genial verla carcajearse de esa forma, tan jovial y fresca, emitiendo aquellos delicados gorgoritos y la alegría de vivir marcada en su cara de niña traviesa…

¿Tanto tiempo había pasado…? ¡Qué felicidad la de aquellos años…!

Pero... ¿por qué le hizo aquello…? Le sorprendió su comportamiento, su engaño, su connivencia enfermiza con las demás...

Aquellos recuerdos le procuraron un profundo dolor, y decidió continuar el camino. El improvisado asiento le había servido de descanso; pero quiso también la natural dureza del tosco granito dejarle el trasero algo mermado de sensaciones por falta del suficiente riego sanguíneo. Al incorporarse, sintió los típicos calambres del adormecimiento, y no fue sino pasados un par de minutos de forzar unos andares cortos e inseguros cuando sus castigados glúteos acabaron por recuperar su vitalidad y pudo reanudar la marcha,  liberado por fin de aquel incómodo malestar.

Unos veinte metros antes de llegar a su destino notó una sensación de congoja que le hizo sentirse débil y pequeño; dejó la bolsa de viaje en el suelo, encima de unas malas hierbas que le parecieron limpias de polvo, y alzó con cierta desazón la vista hasta el final del repecho, como temiendo vivir de nuevo ciertos momentos indeseables de su pasado.

Allí estaba su antiguo hogar... Se veía abandonado, y las huellas que habían dejado en él las inclemencias del tiempo ayudaron a que, en principio, (otra vez aquella sensación desagradable que le hacía caer en un bucle), no lo identificara con la imagen sepia que guardaba en la gaveta de sus recuerdos.

La gran casona parecía muy cambiada, incluso se le antojó más pequeña y su aspecto era en verdad deprimente. El pinar que recordaba de antaño, espeso y lozano, rodeándola por tres de sus lados con sus copas, pletórico de piñatas, amo y señor de sus frescas sombras, estaba ahora desabrido, seco y cruelmente muerto. La hojarasca de la hiedra cubría la fachada de la edificación -envejecida y en peligro de derrumbarse por algunos rincones- la vestía de un verdor mortecino y desigual mientras se introducía entre las hendiduras de las piedras para después salir por cualquier fisura y chivatear sus secretos a los innumerables insectos que campaban a sus anchas por entre toda aquella sucia maraña de entremezclados colores verde y marrón.

El portón principal, de doble hoja, presentaba también un aspecto deplorable; de hierro forjado, el óxido lo había carcomido con saña y ajado de tal manera que más pareciera chatarra abandonada que el acceso de la mansión. Y por encima de la puerta, labrado en la piedra que hacía de falso dintel -sostenido ilusoriamente por dos imitaciones de columnas neoclásicas que, a modo decorativo, enmarcaban la entrada- seguía resistiendo el desgaste del tiempo el bajorrelieve que cada noche aparecía en sus insufribles pesadillas: "ORFANATO MUNICIPAL"...

-III-

Dio un pequeño rodeo por los alrededores y los recuerdos se fueron amontonando en su cerebro como feroces diablillos.

El estrecho camino empedrado de pizarra que conducía hasta el pinar ahora estaba deshecho y levantado; la fuente del Ángel Redentor, quebrada ya su estilizada  figura, la pileta resquebrajada por varios sitios y los grandes macetones que un día contuvieron el contraste verdor de unos jaspeados evónimos eran hoy desconchados recipientes llenos de sucia materia muerta…

Todo, todo seco y triste, todo ajado por el tiempo, tan sólo lozano en los lejanos recuerdos de una niñez perdida…

Sintió un nudo en la garganta y no quiso ver más; volvió sobre sus pasos en dirección a la entrada principal diciéndose que quizás no debiera haber vuelto a ese lugar. Las ideas se le mezclaban en  el cerebro, era como si hubiera estado allí cien veces más desde su marcha; quizás la locura se había apoderado de él. Ahora que lo pensaba, en realidad ni siquiera sabía por qué había regresado, salvo por aquellas pesadillas que actuaron en su interior con una llamada agónica rayana en la esquizofrenia.

-IV-

El acceso a la mansión no parecía que pudiera realizarse por la puerta principal; estaba cerrada con llave y, aunque oxidado, un férreo candado firmemente casado a una enorme cadena aseguraba también la imposibilidad de acceder a su interior por aquella entrada.

Carlos sabía de la existencia de una pequeña puerta de servicio que daba salida al jardín posterior. Rememoró que en algunas ocasiones, a espaldas de los tutores, se había escapado por allí en compañía de Isabel para jugar ambos entre los pinares, unas veces a las "escondidas", otras al "tú-la-llevas", y la mayoría como una simple justificación para estar a solas los dos, lejos de la vista de todos, sentarse muy juntos en la base de los pinos y sumergirse en la profundidad de los ojos del otro, estudiándose, pretendiéndose, amándose de forma inocente…

Hasta que Doña Felicitas -la gruñona tutora jefe- localizaba por fin su escondite y los mandaba castigados a sus respectivas habitaciones para repetir doscientas veces en aquellos improvisados cuadernos de cuarteado papel de desecho: "LOS NIÑOS DEL ORFANATO NO SE JUNTAN CON LAS NIÑAS DEL ORFANATO"…

Y al revés…

Eso ocurría cuando era ella quien los descubría, porque de ser el director del Centro benéfico, el maldito y odiado señor Cifuentes, quien lo hiciera, el castigo se convertía en la brutal crueldad de azotarlos por separado -ante la angustiada mirada del otro- con el zurriago con que hacía sujetar sus pantalones. Siempre supo por qué el muy cerdo repartía los golpes arrellanado en aquella silla maciza de su oficina cuyo asiento se acomodaba a su orondo y sucio trasero: para que no se le cayeran.

Que Dios lo acogiera en su seno, pero en realidad le deseaba que padeciera en el infierno, mil veces cada día desde su muerte durante mil años, aquellos injustos y viles castigos que tanto les hizo sufrir a ambos de forma tan injusta.

Se dirigió hasta la parte trasera de la casona y, si bien se encontraba medio oculto por la madreselva que había invadido la casi la totalidad de la pared exterior, enseguida encontró el acceso. La puerta, estrecha y acristalada con dos minúsculos ventanales, de una madera ya podrida y sin apenas vestigio de la pintura que en mejores tiempos luciera, estaba desvencijada, pero aún ofrecía la posibilidad de dar acceso al interior. Supuso que costaría algo de trabajo abrirla. Se dispuso a hacerlo, pero cuando tomó en sus manos su batiente y comenzaba a intentar su apertura esperando alguna dificultad, se encontró con la sorpresa de hacerlo sin esfuerzo franqueándole el camino, libre a su intromisión.

No se lo pensó dos veces y entró, pero le extrañó mucho esa pasmosa facilidad para acceder al interior. Le pareció haber vivido ya otras veces aquella sensación… Era curioso… De no ser por lo abandonado del lugar, daba la sensación de que aquella entrada hubiera sido usada antes por alguien conocedor de su existencia y después ocultada de la mejor manera posible para no levantar sospechas. Pero acabó por desechar la idea; no era posible que alguien se atreviera a entrar en aquella ruinosa casa de locos, ni siquiera para guarecerse de las inclemencias del tiempo.

Aunque todavía la tarde aguantaba los últimos rayos del sol, el pasillo que antecedía se mantenía en una oscuridad absoluta. Dejó que sus ojos se acomodaran al ambiente mientras intentaba hacer memoria de aquellos pasillos que durante sus años de niñez supusieron para él lo más parecido a un hogar, el único hogar que conoció en su vida. Hasta donde alcanzaban sus recuerdos, sabía que siguiendo recto daría con las cocinas y, tras ellas, el rectangular salón donde a diario los tutores reunían a los cuarenta y nueve huérfanos con que contaba el orfanato, niños y niñas separados en mesas diferentes. Allí se repartían las raciones de supervivencia en las respectivas escudillas desde las cuatro ollas de barro donde se preparaba el ágape a base de aquella insípida sopa, ora de tripas de cordero, ora de patas de gallina, las veces más felices migada con algo del pan duro de centeno sobrante que el orfanato recibía de los lugareños para "ayuda" de los niños acogidos.

Para ellos no había nada más, y a veces ni siquiera eso...

¡Tiempos de dolor y hambre...!

-V-

El aspecto de las cocinas era desastroso; el suelo, hecho de una fea cerámica que en su tiempo quiso aparentar el de una villa romana, estaba lleno de mugre, cucarachas, un montón de papeles arrugados y algunos utensilios rotos que en su día alimentaron con su pobre contenido las pequeñas y hambrientas bocas de los infantes huérfanos.

En un rincón de lo que entonces sirvió como alacena, aunque llenos de polvo y espesas telarañas, aún se mantenían en pie los escobones con los que Carlos y el resto de huérfanos varones eran “obsequiados”, después del frugal alimento -cuando así por suerte tocaba- para limpiar con ellos hasta la última mota de desperdicios que hubieran podido quedar en el suelo o en las mesas del salón; aunque en realidad jamás los hubo, ni siquiera los huesecillos de aquellas amarillentas y desgarradoras patas de gallina.

Las chicas, por su parte, eran las encargadas de lavar las lozas en los dos pilones que poco antes habían llenado con el agua del pozo, transportada previamente con la fuerza escasa de sus enclenques brazos en cubos de hojalata desde un lejano rincón del jardín hasta las cocinas.

Mientras tanto, los tutores, ellas y ellos, encabezados por el orondo director desde su puesto de privilegio, después de apartarse para sí dos de las mesas hasta cerca de uno de los ventanales, unirlas y decorarlas con un lustroso mantel y limpias servilletas de paño bordado, se sentaban a su alrededor para disfrutar de un suculento almuerzo que -a base de patatas hervidas y la parte magra de aquellas gallinas que había “sobrado” de sus amarillas patas- al término del buen yantar, acababan rindiéndole tributo  con un aromático café portugués de estraperlo y –cómo no- sus amigos los postres caseros.

Siendo ellos, los chicos, los encargados también de la limpieza y del barrido posterior, esperaban con impaciencia tras la puerta del salón a que acabaran de comer mientras escuchaban a escondidas, en silencio y escobón en mano, sus conversaciones pegando bien la oreja a la gruesa madera.

Después, una vez recibida desde dentro la autoritaria y altisonante orden del orondo señor Cifuentes, entraban todos a una en la estancia y, cuando se hubieron marchado, rebuscaban entre aquellas sobras un decente o mínimo trozo de pechuga o hueso de muslo que volver a roer y alguna que otra migaja de pan blando; o, con mucha suerte,  un descuidado trozo de aquellos apetitosos bollitos de azúcar y anís que veían devorar tras la rendija de la puerta a Doña Felicitas mientras que a él y al resto de sus compañeros se les escapaba la baba por las comisuras de sus famélicas bocas…

-VI-

Le pareció escuchar un ruido extraño y se detuvo poco antes de cruzar el umbral del salón procurando aguzar bien el oído…

Fueron escasos segundos y, tras la corta espera, de nuevo creyó oír unos sonidos que parecían proceder de la entrada principal, como una especie de débil taconeo acompasado, los pasos de una mujer quizás…

Pero eso era imposible, se dijo. Nadie en su sano juicio viviría en aquel ruinoso lugar, y menos una mujer. Por si acaso, retrocedió hasta las cocinas y tomó en sus manos una de aquellas carcomidas escobas; quizás hubiera necesidad de ahuyentar a algo o a alguien…

Entró en el salón y, de súbito, sintió un fuerte hedor y la presencia de algo indefinible; la luz del atardecer entraba a duras penas por las rendijas que quedaban entre las claveteadas tablas que tapaban los tres ventanales, pero lo suficiente como para darse cuenta de que aquella estancia ya no tenía nada que ver con la de sus recuerdos…

Las paredes aparecían desconchadas y apenas quedaban un par de mesas desvencijadas, mientras en el centro se acumulaban muy juntos toda clase de objetos herrumbrosos, cubos de estaño, tablas, cuencos rotos, ropa vieja y hasta un trozo mediano de una de esas piezas de material ondulado que servían para cubrir los chamizos a modo de tejado…

Se le antojó pensar que parecía el abandonado asentamiento de un explorador perdido en medio de una ciudad en ruinas.

Mientras observaba aquella triste estampa, sintió como un susurro parecido al roce de telas entre sí… Se mantuvo quieto y vigilante; algo oscuro parecía estar moviéndose entre aquellos cubos… Dejó la bolsa de viaje en el suelo y alzó enhiesta la escoba acercándose con sigilo hasta el irregular cúmulo de basuras, y en un momento descubrió por fin la procedencia de aquel mal olor… Un par de enormes ratas salieron bufando a toda velocidad tomando la salida del salón en dirección contraria a la suya, hacia las escaleras de la entrada principal, dejando a medio roer un conejillo en estado de avanzada putrefacción que, para su fatalidad, debió tener la osadía de adentrarse en la casona a saber por cuál de sus ignotos agujeros…

-VII-

Recogió su valiosa bolsa de viaje y tiró la improvisada arma sobre aquel montón de cosas inútiles. Su vista ya se había acostumbrado a la penumbra y pudo distinguir con algo más de detalle aquella sorprendente acumulación de basuras.

En un acto reflejo, retiró con la punta del pie el cadáver del insensato lepórido llamándole la atención el débil destello de algo redondo y metálico. Se agachó a recogerlo y su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió en su mano la vieja medalla de San Francisco de Asís que ya había dado por perdida desde hacía un tiempo…

Recordó que fue un regalo de Isabel; él siempre le tuvo grandes temores a las tormentas, en especial a los rayos. Ella le dijo que el santo lo protegería siempre contra esas inclemencias del tiempo, y desde entonces siempre la había llevado colgada a su cuello, sin separarse de ella ni siquiera para ducharse.

Lo que no entendía era cómo había llegado a parar hasta allí…

Observó que uno de los eslabones de la cadena estaba roto y se la guardó sin más en el bolsillo de la chaqueta pensando en cómo repararla.

Subiendo por las escaleras de la entrada por donde huyeron los roedores se encontraba la oficina del director, primero, y tras ella la biblioteca y el pasillo de acceso a la galería donde se ubicaban lo que fueron  dormitorios de los huérfanos, varones a la izquierda, chicas a la derecha, separados ambos por un muro de algo más de metro y medio de altura que nunca llegó a impedir las mutuas miradas de curiosidad entre ambos sexos, aun a pesar de extenderse verticalmente hasta el techo por una celosía de enrejada urdimbre.

Allí mismo se gestó el interés y los primeros flirteos entre Carlos e Isabel, mientras el resto de las chicas, Clara, Virginia, Antolina, Fernanda, Sara, Berta, Mónica y Marta, como haciéndose ajenas a todo, cuchicheaban tras esa pared cuando ellos dos se servían de un cajón para alzarse y poder charlar de sus “cosas”; y sin embargo, todas ellas sabían del inconfesable secreto.

Nada le dijeron del grave inconveniente de esas relaciones, aunque entonces todo fueran simples e inocentes escarceos de niños que después de convirtieron en “algo mucho más serio”...

Ni siquiera la misma Isabel…

«Estamos en el asiento número 32, pero… ¡que no se os ocurra decírselo…!», la había oído a ella lanzar en una ocasión esa enigmática advertencia al resto de sus compañeras…

«¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?», también les había amenazado muchas veces en voz baja, pero con un tono áspero…

No le dio mayor importancia porque tampoco entendía muy bien a las chicas… Todas estaban un poco locas, se decía; e Isabel, aunque era su ojito derecho, también debía compartir esa extraña locura por aquello de los “privilegios” de su sexo…

Tampoco era consciente de por qué era el muchacho más disputado de aquel gallinero; quizás fuera su estatura superior a la de los demás chicos, o sus finas facciones casi femeninas; o quién sabe si su forma de andar, moverse, o vete a saber por qué… Lo cierto era que parecía ser el rey de reyes entre los cuarenta varones que ocupaban el lado izquierdo del pabellón, y en especial la posesión preferida de su enigmática Isabel.

Lo que supo muchos años después le pareció enfermizo e imperdonable... Se sintió herido… Muy herido y suciamente utilizado. Desde entonces no había sido él mismo: delirios, instintos suicidas, mortificaciones, pesadillas enfermizas y un inmenso odio se habían apoderado de un cerebro enfermo...

-VIII-

Le asaltaron de nuevo aquellos fuertes dolores de cabeza y volvió a sentir una contradictoria sensación de no saber dónde estar y, sin embargo, haber vivido cien veces aquella experiencia. Se encontraba subiendo la escalinata que daba al piso superior y aprovechó para sentarse unos instantes en uno de los peldaños tratando de recuperarse así de ese mortificante y doloroso “déjà vu”.

Recordaba cómo él e Isabel, (sólo cuando los tutores dormían plácidamente su siesta), se deslizaban cada uno por los pasamanos de aquella bella escalera jugando a quién de los dos llegaba el primero haciendo resbalar sus traseros hasta el vestíbulo; y también cómo, en las muchas ocasiones en que se descuidaba, las entonces dos pequeñas protuberancias de su varonil sexo quedaban atoradas entre el calzón y la encerada madera del barandal produciéndose una imprevista frenada, y a él un insoportable dolor…

Y -como es lógico deducir- esa contingencia le significaba la pérdida segura de la apuesta…

Las risas y pitorreos de Isabel no se hacían esperar; orgullosa ella de carecer de esos “inconvenientes”. En medio de sus sonoras rechiflas,  casi siempre hacía despertar al odiado señor Cifuentes quien, después de darles caza y penarles con su consabido sermón, les hacía subir hasta su despacho para dedicarles unos cuantos minutos de ardorosa “charla de cinto y tralla”, como él lo llamaba de forma vengativa y rebuscada.

-IX-

Cuando entró en su despacho le pareció haber dado un nuevo salto en el tiempo, volviendo a sentir esa idéntica y  desagradable sensación de haberlo vivido antes. De nuevo se le apoderó el dolor de cabeza y tuvo necesidad de tomar asiento en aquella vieja silla que aún se conservaba junto al polvoriento escritorio del director.

El compartimento era de unos diez metros cuadrados, iluminado por un amplio ventanal que daba al jardín lateral, ahora casi tapado por unas entrecruzadas maderas de pino viejo; los muebles labrados a mano en una madera maciza de excelente roble, algo rebuscados pero acordes al gusto de la época, aún se mantenían en perfecto uso y no llegaba a entender por qué el ayuntamiento no los había vendido a alguna almoneda, pues su antigüedad y excelente manufactura les hacía tener un gran valor para un coleccionista entendido.

Sobre la mesa se conservaba orgulloso un tintero de cristal y una colección de despuntadas plumillas desparramadas en una cajita de madera. Cuatro librerías remataban la composición del despacho; en la primera de ellas se acomodaban varios libros de registro del orfanato ordenados por años, mientras en la siguiente  se apilaban sin orden ni concierto, unos sobre otros, un montón de legajos y otros tantos libros de rigurosa contabilidad.

Un hueco se observaba en la primera de ellas, entre los registros de los años 1923 y 1925…

El año 1924 fue un año muy especial para Carlos e Isabel…

Tomó en sus manos el grueso libro existente sobre la mesa y lo abrió por el separador colocado entre las páginas 64 y 65 …

Un fuerte dolor le atravesó el pecho… Leyó de nuevo con lágrimas en los ojos aquellas mortificantes y tumbadas letras escritas a plumilla:

«Asiento núm. 32.- Dos hermanos gemelos, niño y niña, nos han sido dejados en el día de hoy para su custodia y tutoría por el alcalde de esta Villa. Son hijos espurios del depositante y de mujer de monjil clausura cuyos datos no se nos facilitan por el interesado. Nos pide que se les ponga el nombre de Carlos e Isabel, respectivamente. Así lo hago constar, y traslado sus datos de nacimiento al Registro Civil, no haciendo mención expresa de su ilegítima filiación. Se les pone a ambos los apellidos de “Expósito de la Plaza” para el varón, y “De la Villa Expósito”, para la niña. Firmado y fechado en esta Villa el quince de Febrero de mil novecientos veinticuatro. El Director. Gregorio Cifuentes».

¡Malditas..! ¡Malditas..! ¡Malditas..! ¡Todas ellas lo sabían..!

«Estamos en el asiento número 32, pero… ¡que no se os ocurra decírselo…!»… «¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?» ─aquellas palabras perdidas en el tiempo le rompían los tímpanos...

Colocó la bolsa de viaje encima del escritorio y la sacó para colocarla en la tercera librería…

Clara, Virginia, Antolina, Fernanda, Sara, Berta, Mónica y Marta…

Todas sus cabezas lucían ahora pútridas, colocadas una tras otra en el estante intermedio…

La de Isabel quedó perfecta en el noveno lugar acabando con ella la macabra lista…

«¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?» -salió esa voz de su boca…


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