-I-
Hacía más de veinte años que Carlos había abandonado
el pueblo que le vio crecer, una pequeña villa de apenas quinientos habitantes
perdida en medio de la sierra castellano-manchega cuyo nombre no viene al caso
desvelar. Ahora, el autobús de línea cubría con su especial traqueteo ese viaje
de vuelta por la misma carretera llena de baches y apenas asfaltada que mal que
bien, treinta kilómetros más allá, intentaba comunicar con la autopista que
conectaba con la civilización. Le encendía el ánimo poder rememorar de nuevo el
pequeño rincón que le viera crecer allá por los años veinte, observar a
aquellas buenas gentes de caras adustas, respirar el aroma de la resina entre
sus pinares, del romero y la salvia que ahora estallaban en un pletórico azul
floral para solaz de las infatigables abejas.
Desde la ventanilla paseaba su mirada en aquel entorno
admirando el rápido transitar del amarillo óleo de los girasoles y quedó
ensimismado intentando proyectarse entre los pétalos de sus redondos florones e
imaginarse -como los insectos- explorador de sus entresijos. Al verlos, todos
apretados en luciente e inclinada formación, como rindiéndole una sutil
reverencia, su corazón le hizo recordar una vieja canción infantil y no pudo
evitar que sus ojos trataran de ocultar ese par de lágrimas que a todos se nos
escapan cuando nuestros recuerdos amables fluyen y acaban por agolparse en
nuestra garganta tratando de ahogarnos en un océano de nostalgias.
El frenazo del conductor y el movimiento de los pasajeros
buscando apearse del vehículo le hicieron entrar de nuevo en la realidad.
Cuando se abrieron las puertas, esperó a que bajaran y
despejaran la salida, tomó su pesada bolsa de viaje y cubrió los tres peldaños
hasta pisar el pavimento de la que siempre había conocido como Plaza Mayor.
Buscó la primera placa municipal que alcanzara a
descubrir y leyó: “Plaza de la Constitución”.
«Lógico -pensó-,
los años lo cambian todo».
Decidió quedarse allí quieto paladeando esos
instantes. Observó con detenimiento la blanca fachada del antiguo Consistorio,
a esas primeras horas de la tarde castigada por un sol de justicia que devolvía
al transeúnte un lacerante reflejo transformado en una llamarada de agobiante
calor. Siempre lo recordaba a duras penas, seguramente debido a las reformas
que habría sufrido a lo largo de todos esos años; pero sí reconocía sin lugar a
dudas el peculiar balcón desde el cual Don Servando –el entonces alcalde,
reputado miembro del Partido Comunista- dirigía su grave voz a los lugareños que
le observaban embobados desde abajo, a quienes arengaba con sus soflamas contra
el fascismo hasta conseguir enfervorizar y alentándolos para descubrir a los “traidores
del pueblo”,
empezando por los que moraran en sus propias casas.
Entonces apenas tenía trece años y nada sabía de
política, pero recordaba que eran tiempos de horror, de enfrentamientos entre
hermanos, padres e hijos, de traiciones y envidias personales que aquella
guerra fratricida subsumía como entidades propias de la manera más natural e
insana. Y aquella pequeña villa tampoco se libró de sus cruentas consecuencias.
Descabalgó de sus pensamientos y encaminó sus pasos
hacia la carretera principal, en dirección sur.
A unos trescientos metros se encontraba el camino que
conducía al viejo caserón que aún seguía resistiéndose en pie pese a las
inclemencias sufridas durante tantos años. Acomodó sus pasos con precaución
para evitar los temidos sofocos que hacía un tiempo le venían atacando sin
avisar. Fue fijándose en las zarzas que bordeaban la carretera, ofreciendo
ahora sus frutos maduros, algunos de un color blanco lechoso, postre deseado de
los golosos tordos y gorriones que los picoteaban con ahínco y glotonería. Tomó
un par de los más rojos y limpios, con cuidado de no pincharse, y los fue
chupando por el camino sintiendo otra vez en su paladar aquel ácido sabor de su
agreste textura.
Eso le hizo rememorar los tiempos de la infancia y la
grata compañía de Isabel, su amiga, novia y esposa a quien tanto amó y tanto le
hacía sufrir todavía con su comportamiento. Ambos nacieron en el pueblo y,
desde que se conocieron en la vieja casona, siendo muy niños, ninguno de los
dos supo prescindir de la compañía del otro.
¡Cuántas veces recorrieron ambos de la mano el mismo
camino llenando sus cestillos de esos rojos frutos silvestres…!
-II-
Cuando quiso darse cuenta, se encontró subiendo el ondulante repecho
que -por fin- conducía hasta la casona.
Nada parecía haber cambiado en aquel lugar; las mismas acacias y
moreras que se alineaban a ambos lados del camino desde hacía tantos años se
susurraban unas a otras a favor del viento con el acompasado movimiento de sus
hojas, y los mismos mojones delimitaban desde entonces las ya abandonadas
fincas de secano...
Todos ellos le hablaban de un tiempo que se le antojó estancado en su
propia prehistoria.
Allí seguían estando también los muretes de piedra que aún pretendían
separar unos campos de otros; a duras penas aguantaban su precaria verticalidad
para intentar evitar la posible entrada por parte del ganado extraviado, o
incluso de los intrusos, ahora ya innecesarios. No le sorprendió pues la
mareante sensación de verse trasladado de nuevo a ese otro tiempo, en esa
dimensión donde los recuerdos no son tales, sino vivencias presentes atadas al
dolor de tiempos pasados.
Notó un repentino escalofrío y -sin saber por qué- por un momento se
sintió perdido, sin escapatoria posible, repartido entre dos mundos bien
distintos, como succionado en un furioso bucle de incomprensibles mezclas,
nadando entre rancios y coloridos fotogramas refundidos entre el ayer y el hoy
de forma indiscriminada.
Un súbito ahogo le obligó a tomarse un respiro. Su corazón estaba
pidiendo ayuda y tenía que socorrerle. Los malditos ahogos le venían anunciando
durante los últimos meses que aquel cansado motor estaba a punto de griparse.
Decidió regalarse un breve descanso y se sentó con pesadumbre en una piedra que
le invitaba desde el mismo borde de la vereda. La pequeña lagartija que le
observaba desde la cercanía, entre curiosa y aterrada, se vio sorprendida por
su inesperada acción y salió corriendo a toda prisa para después agazaparse
bajo un pedrusco casi oculto bajo una zarza, desde donde seguiría ejerciendo su
cuidadosa vigilancia..., por si acaso.
Carlos observó con interés su huida y recordó con una sonrisa que
Isabel solía cazarlas para estudiarlas mejor desde cerca; pero siempre la cogía
de improviso cuando el pequeño e inofensivo reptil hacía soltar a propia
voluntad su cola y obtenía de esta guisa su ansiada liberación, dejándola a
ella con dos palmos de narices, el convulso rabillo agitándose todavía entre
sus manos con vida propia y ella riendo nerviosa la gracia que le provocaba el
vivo obsequio de su burlada cacería.
Ambos debían tener más o menos la misma edad; nunca lo supieron y
tampoco le dieron importancia. Era genial verla carcajearse de esa forma, tan
jovial y fresca, emitiendo aquellos delicados gorgoritos y la alegría de vivir
marcada en su cara de niña traviesa…
¿Tanto tiempo había pasado…? ¡Qué felicidad la de aquellos años…!
Pero... ¿por qué le hizo aquello…? Le sorprendió su comportamiento, su
engaño, su connivencia enfermiza con las demás...
Aquellos recuerdos le procuraron un profundo dolor, y decidió continuar
el camino. El improvisado asiento le había servido de descanso; pero quiso
también la natural dureza del tosco granito dejarle el trasero algo mermado de
sensaciones por falta del suficiente riego sanguíneo. Al incorporarse, sintió
los típicos calambres del adormecimiento, y no fue sino pasados un par de
minutos de forzar unos andares cortos e inseguros cuando sus castigados glúteos
acabaron por recuperar su vitalidad y pudo reanudar la marcha, liberado por fin de aquel incómodo malestar.
Unos veinte metros antes de llegar a su destino notó una sensación de
congoja que le hizo sentirse débil y pequeño; dejó la bolsa de viaje en el
suelo, encima de unas malas hierbas que le parecieron limpias de polvo, y alzó
con cierta desazón la vista hasta el final del repecho, como temiendo vivir de
nuevo ciertos momentos indeseables de su pasado.
Allí estaba su antiguo hogar... Se veía abandonado, y las huellas que
habían dejado en él las inclemencias del tiempo ayudaron a que, en principio,
(otra vez aquella sensación desagradable que le hacía caer en un bucle), no lo
identificara con la imagen sepia que guardaba en la gaveta de sus recuerdos.
La gran casona parecía muy cambiada, incluso se le antojó más pequeña y
su aspecto era en verdad deprimente. El pinar que recordaba de antaño, espeso y
lozano, rodeándola por tres de sus lados con sus copas, pletórico de piñatas,
amo y señor de sus frescas sombras, estaba ahora desabrido, seco y cruelmente
muerto. La hojarasca de la hiedra cubría la fachada de la edificación
-envejecida y en peligro de derrumbarse por algunos rincones- la vestía de un
verdor mortecino y desigual mientras se introducía entre las hendiduras de las
piedras para después salir por cualquier fisura y chivatear sus secretos a los
innumerables insectos que campaban a sus anchas por entre toda aquella sucia
maraña de entremezclados colores verde y marrón.
El portón principal, de doble hoja, presentaba también un aspecto
deplorable; de hierro forjado, el óxido lo había carcomido con saña y ajado de
tal manera que más pareciera chatarra abandonada que el acceso de la mansión. Y
por encima de la puerta, labrado en la piedra que hacía de falso dintel
-sostenido ilusoriamente por dos imitaciones de columnas neoclásicas que, a
modo decorativo, enmarcaban la entrada- seguía resistiendo el desgaste del
tiempo el bajorrelieve que cada noche aparecía en sus insufribles pesadillas: "ORFANATO MUNICIPAL"...
-III-
Dio un pequeño rodeo por los alrededores y los recuerdos se fueron
amontonando en su cerebro como feroces diablillos.
El estrecho camino empedrado de pizarra que conducía hasta el pinar
ahora estaba deshecho y levantado; la fuente del Ángel Redentor, quebrada ya su
estilizada figura, la pileta
resquebrajada por varios sitios y los grandes macetones que un día contuvieron
el contraste verdor de unos jaspeados evónimos eran hoy desconchados
recipientes llenos de sucia materia muerta…
Todo, todo seco y triste, todo ajado por el tiempo, tan sólo lozano en
los lejanos recuerdos de una niñez perdida…
Sintió un nudo en la garganta y no quiso ver más; volvió sobre sus
pasos en dirección a la entrada principal diciéndose que quizás no debiera
haber vuelto a ese lugar. Las ideas se le mezclaban en el cerebro, era como si hubiera estado allí
cien veces más desde su marcha; quizás la locura se había apoderado de él.
Ahora que lo pensaba, en realidad ni siquiera sabía por qué había regresado,
salvo por aquellas pesadillas que actuaron en su interior con una llamada
agónica rayana en la esquizofrenia.
-IV-
El acceso a la mansión no parecía que pudiera realizarse por la puerta
principal; estaba cerrada con llave y, aunque oxidado, un férreo candado
firmemente casado a una enorme cadena aseguraba también la imposibilidad de
acceder a su interior por aquella entrada.
Carlos sabía de la existencia de una pequeña puerta de servicio que
daba salida al jardín posterior. Rememoró que en algunas ocasiones, a espaldas
de los tutores, se había escapado por allí en compañía de Isabel para jugar
ambos entre los pinares, unas veces a las "escondidas", otras al "tú-la-llevas", y la mayoría como una simple justificación para
estar a solas los dos, lejos de la vista de todos, sentarse muy juntos en la
base de los pinos y sumergirse en la profundidad de los ojos del otro,
estudiándose, pretendiéndose, amándose de forma inocente…
…
Hasta que Doña Felicitas -la gruñona
tutora jefe- localizaba por fin su escondite y los mandaba castigados a sus
respectivas habitaciones para repetir doscientas veces en aquellos improvisados
cuadernos de cuarteado papel de desecho: "LOS NIÑOS DEL ORFANATO NO SE JUNTAN CON LAS NIÑAS DEL ORFANATO"…
Y al revés…
Eso ocurría cuando era ella quien los descubría, porque de ser el
director del Centro benéfico, el maldito y odiado señor Cifuentes, quien lo
hiciera, el castigo se convertía en la brutal crueldad de azotarlos por
separado -ante la angustiada mirada del otro- con el zurriago con que hacía
sujetar sus pantalones. Siempre supo por qué el muy cerdo repartía los golpes
arrellanado en aquella silla maciza de su oficina cuyo asiento se acomodaba a su
orondo y sucio trasero: para que no se le cayeran.
Que Dios lo acogiera en su seno, pero en realidad le deseaba que
padeciera en el infierno, mil veces cada día desde su muerte durante mil años,
aquellos injustos y viles castigos que tanto les hizo sufrir a ambos de forma
tan injusta.
Se dirigió hasta la parte trasera de la casona y, si bien se encontraba
medio oculto por la madreselva que había invadido la casi la totalidad de la
pared exterior, enseguida encontró el acceso. La puerta, estrecha y acristalada
con dos minúsculos ventanales, de una madera ya podrida y sin apenas vestigio
de la pintura que en mejores tiempos luciera, estaba desvencijada, pero aún
ofrecía la posibilidad de dar acceso al interior. Supuso que costaría algo de
trabajo abrirla. Se dispuso a hacerlo, pero cuando tomó en sus manos su
batiente y comenzaba a intentar su apertura esperando alguna dificultad, se
encontró con la sorpresa de hacerlo sin esfuerzo franqueándole el camino, libre
a su intromisión.
No se lo pensó dos veces y entró, pero le extrañó mucho esa pasmosa
facilidad para acceder al interior. Le pareció haber vivido ya otras veces
aquella sensación… Era curioso… De no ser por lo abandonado del lugar, daba la
sensación de que aquella entrada hubiera sido usada antes por alguien conocedor
de su existencia y después ocultada de la mejor manera posible para no levantar
sospechas. Pero acabó por desechar la idea; no era posible que alguien se
atreviera a entrar en aquella ruinosa casa de locos, ni siquiera para
guarecerse de las inclemencias del tiempo.
Aunque todavía la tarde aguantaba los últimos rayos del sol, el pasillo
que antecedía se mantenía en una oscuridad absoluta. Dejó que sus ojos se
acomodaran al ambiente mientras intentaba hacer memoria de aquellos pasillos
que durante sus años de niñez supusieron para él lo más parecido a un hogar, el
único hogar que conoció en su vida. Hasta donde alcanzaban sus recuerdos, sabía
que siguiendo recto daría con las cocinas y, tras ellas, el rectangular salón
donde a diario los tutores reunían a los cuarenta y nueve huérfanos con que
contaba el orfanato, niños y niñas separados en mesas diferentes. Allí se
repartían las raciones de supervivencia en las respectivas escudillas desde las
cuatro ollas de barro donde se preparaba el ágape a base de aquella insípida
sopa, ora de tripas de cordero, ora de patas de gallina, las veces más felices
migada con algo del pan duro de centeno sobrante que el orfanato recibía de los
lugareños para "ayuda" de
los niños acogidos.
Para ellos no había nada más, y a veces ni siquiera eso...
¡Tiempos de dolor y hambre...!
-V-
El aspecto de las cocinas era desastroso; el suelo, hecho de una fea
cerámica que en su tiempo quiso aparentar el de una villa romana, estaba lleno
de mugre, cucarachas, un montón de papeles arrugados y algunos utensilios rotos
que en su día alimentaron con su pobre contenido las pequeñas y hambrientas
bocas de los infantes huérfanos.
En un rincón de lo que entonces sirvió como alacena, aunque llenos de
polvo y espesas telarañas, aún se mantenían en pie los escobones con los que
Carlos y el resto de huérfanos varones eran “obsequiados”, después del frugal alimento -cuando así por suerte
tocaba- para limpiar con ellos hasta la última mota de desperdicios que
hubieran podido quedar en el suelo o en las mesas del salón; aunque en realidad
jamás los hubo, ni siquiera los huesecillos de aquellas amarillentas y
desgarradoras patas de gallina.
Las chicas, por su parte, eran las encargadas de lavar las lozas en los
dos pilones que poco antes habían llenado con el agua del pozo, transportada
previamente con la fuerza escasa de sus enclenques brazos en cubos de hojalata
desde un lejano rincón del jardín hasta las cocinas.
Mientras tanto, los tutores, ellas y ellos, encabezados por el orondo
director desde su puesto de privilegio, después de apartarse para sí dos de las
mesas hasta cerca de uno de los ventanales, unirlas y decorarlas con un
lustroso mantel y limpias servilletas de paño bordado, se sentaban a su
alrededor para disfrutar de un suculento almuerzo que -a base de patatas
hervidas y la parte magra de aquellas gallinas que había “sobrado” de sus
amarillas patas- al término del buen yantar, acababan rindiéndole tributo con un aromático café portugués de estraperlo
y –cómo no- sus amigos los postres caseros.
Siendo ellos, los chicos, los encargados también de la limpieza y del
barrido posterior, esperaban con impaciencia tras la puerta del salón a que
acabaran de comer mientras escuchaban a escondidas, en silencio y escobón en
mano, sus conversaciones pegando bien la oreja a la gruesa madera.
Después, una vez recibida desde dentro la autoritaria y altisonante
orden del orondo señor Cifuentes, entraban todos a una en la estancia y, cuando
se hubieron marchado, rebuscaban entre aquellas sobras un decente o mínimo
trozo de pechuga o hueso de muslo que volver a roer y alguna que otra migaja de
pan blando; o, con mucha suerte, un
descuidado trozo de aquellos apetitosos bollitos de azúcar y anís que veían
devorar tras la rendija de la puerta a Doña Felicitas mientras que a él y al
resto de sus compañeros se les escapaba la baba por las comisuras de sus
famélicas bocas…
-VI-
Le pareció escuchar un ruido extraño y se detuvo poco antes de cruzar
el umbral del salón procurando aguzar bien el oído…
Fueron escasos segundos y, tras la corta espera, de nuevo creyó oír
unos sonidos que parecían proceder de la entrada principal, como una especie de
débil taconeo acompasado, los pasos de una mujer quizás…
Pero eso era imposible, se dijo. Nadie en su sano juicio viviría en
aquel ruinoso lugar, y menos una mujer. Por si acaso, retrocedió hasta las
cocinas y tomó en sus manos una de aquellas carcomidas escobas; quizás hubiera
necesidad de ahuyentar a algo o a alguien…
Entró en el salón y, de súbito, sintió un fuerte hedor y la presencia
de algo indefinible; la luz del atardecer entraba a duras penas por las
rendijas que quedaban entre las claveteadas tablas que tapaban los tres
ventanales, pero lo suficiente como para darse cuenta de que aquella estancia
ya no tenía nada que ver con la de sus recuerdos…
Las paredes aparecían desconchadas y apenas quedaban un par de mesas
desvencijadas, mientras en el centro se acumulaban muy juntos toda clase de
objetos herrumbrosos, cubos de estaño, tablas, cuencos rotos, ropa vieja y
hasta un trozo mediano de una de esas piezas de material ondulado que servían
para cubrir los chamizos a modo de tejado…
Se le antojó pensar que parecía el abandonado asentamiento de un
explorador perdido en medio de una ciudad en ruinas.
Mientras observaba aquella triste estampa, sintió como un susurro
parecido al roce de telas entre sí… Se mantuvo quieto y vigilante; algo oscuro
parecía estar moviéndose entre aquellos cubos… Dejó la bolsa de viaje en el
suelo y alzó enhiesta la escoba acercándose con sigilo hasta el irregular
cúmulo de basuras, y en un momento descubrió por fin la procedencia de aquel
mal olor… Un par de enormes ratas salieron bufando a toda velocidad tomando la
salida del salón en dirección contraria a la suya, hacia las escaleras de la
entrada principal, dejando a medio roer un conejillo en estado de avanzada
putrefacción que, para su fatalidad, debió tener la osadía de adentrarse en la
casona a saber por cuál de sus ignotos agujeros…
-VII-
Recogió su valiosa bolsa de viaje y tiró la improvisada arma sobre
aquel montón de cosas inútiles. Su vista ya se había acostumbrado a la penumbra
y pudo distinguir con algo más de detalle aquella sorprendente acumulación de
basuras.
En un acto reflejo, retiró con la punta del pie el cadáver del
insensato lepórido llamándole la atención el débil destello de algo redondo y
metálico. Se agachó a recogerlo y su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió en
su mano la vieja medalla de San Francisco de Asís que ya había dado por perdida
desde hacía un tiempo…
Recordó que fue un regalo de Isabel; él siempre le tuvo grandes temores
a las tormentas, en especial a los rayos. Ella le dijo que el santo lo
protegería siempre contra esas inclemencias del tiempo, y desde entonces
siempre la había llevado colgada a su cuello, sin separarse de ella ni siquiera
para ducharse.
Lo que no entendía era cómo había llegado a parar hasta allí…
Observó que uno de los eslabones de la cadena estaba roto y se la
guardó sin más en el bolsillo de la chaqueta pensando en cómo repararla.
Subiendo por las escaleras de la entrada por donde huyeron los roedores
se encontraba la oficina del director, primero, y tras ella la biblioteca y el
pasillo de acceso a la galería donde se ubicaban lo que fueron dormitorios de los huérfanos, varones a la
izquierda, chicas a la derecha, separados ambos por un muro de algo más de
metro y medio de altura que nunca llegó a impedir las mutuas miradas de
curiosidad entre ambos sexos, aun a pesar de extenderse verticalmente hasta el
techo por una celosía de enrejada urdimbre.
Allí mismo se gestó el interés y los primeros flirteos entre Carlos e
Isabel, mientras el resto de las chicas, Clara, Virginia, Antolina, Fernanda,
Sara, Berta, Mónica y Marta, como haciéndose ajenas a todo, cuchicheaban tras
esa pared cuando ellos dos se servían de un cajón para alzarse y poder charlar
de sus “cosas”; y sin embargo, todas ellas sabían del inconfesable secreto.
Nada le dijeron del grave inconveniente de esas relaciones, aunque
entonces todo fueran simples e inocentes escarceos de niños que después de
convirtieron en “algo mucho más serio”...
Ni siquiera la misma Isabel…
«Estamos en el asiento
número 32, pero… ¡que no se os ocurra
decírselo…!», la había oído a ella lanzar en una ocasión esa enigmática
advertencia al resto de sus compañeras…
«¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?»,
también les había amenazado muchas veces en voz baja, pero con un tono áspero…
No le dio mayor importancia porque tampoco entendía muy bien a las
chicas… Todas estaban un poco locas, se decía; e Isabel, aunque era su ojito
derecho, también debía compartir esa extraña locura por aquello de los
“privilegios” de su sexo…
Tampoco era consciente de por qué era el muchacho más disputado de
aquel gallinero; quizás fuera su estatura superior a la de los demás chicos, o
sus finas facciones casi femeninas; o quién sabe si su forma de andar, moverse,
o vete a saber por qué… Lo cierto era que parecía ser el rey de reyes entre los
cuarenta varones que ocupaban el lado izquierdo del pabellón, y en especial la
posesión preferida de su enigmática Isabel.
Lo que supo muchos años después le pareció enfermizo e imperdonable...
Se sintió herido… Muy herido y suciamente utilizado. Desde entonces no había
sido él mismo: delirios, instintos suicidas, mortificaciones, pesadillas
enfermizas y un inmenso odio se habían apoderado de un cerebro enfermo...
-VIII-
Le asaltaron de nuevo aquellos fuertes dolores de cabeza y volvió a
sentir una contradictoria sensación de no saber dónde estar y, sin embargo, haber
vivido cien veces aquella experiencia. Se encontraba subiendo la escalinata que
daba al piso superior y aprovechó para sentarse unos instantes en uno de los
peldaños tratando de recuperarse así de ese mortificante y doloroso “déjà vu”.
Recordaba cómo él e Isabel, (sólo cuando los tutores dormían
plácidamente su siesta), se deslizaban cada uno por los pasamanos de aquella
bella escalera jugando a quién de los dos llegaba el primero haciendo resbalar
sus traseros hasta el vestíbulo; y también cómo, en las muchas ocasiones en que
se descuidaba, las entonces dos pequeñas protuberancias de su varonil sexo
quedaban atoradas entre el calzón y la encerada madera del barandal
produciéndose una imprevista frenada, y a él un insoportable dolor…
Y -como es lógico deducir- esa contingencia le significaba la pérdida
segura de la apuesta…
Las risas y pitorreos de Isabel no se hacían esperar; orgullosa ella de
carecer de esos “inconvenientes”. En
medio de sus sonoras rechiflas, casi
siempre hacía despertar al odiado señor Cifuentes quien, después de darles caza
y penarles con su consabido sermón, les hacía subir hasta su despacho para
dedicarles unos cuantos minutos de ardorosa “charla de cinto y tralla”, como él lo llamaba de forma vengativa y
rebuscada.
-IX-
Cuando entró en su despacho le pareció haber dado un nuevo salto en el
tiempo, volviendo a sentir esa idéntica y
desagradable sensación de haberlo vivido antes. De nuevo se le apoderó
el dolor de cabeza y tuvo necesidad de tomar asiento en aquella vieja silla que
aún se conservaba junto al polvoriento escritorio del director.
El compartimento era de unos diez metros cuadrados, iluminado por un
amplio ventanal que daba al jardín lateral, ahora casi tapado por unas
entrecruzadas maderas de pino viejo; los muebles labrados a mano en una madera
maciza de excelente roble, algo rebuscados pero acordes al gusto de la época,
aún se mantenían en perfecto uso y no llegaba a entender por qué el
ayuntamiento no los había vendido a alguna almoneda, pues su antigüedad y excelente
manufactura les hacía tener un gran valor para un coleccionista entendido.
Sobre la mesa se conservaba orgulloso un tintero de cristal y una
colección de despuntadas plumillas desparramadas en una cajita de madera.
Cuatro librerías remataban la composición del despacho; en la primera de ellas
se acomodaban varios libros de registro del orfanato ordenados por años,
mientras en la siguiente se apilaban sin
orden ni concierto, unos sobre otros, un montón de legajos y otros tantos
libros de rigurosa contabilidad.
Un hueco se observaba en la primera de ellas, entre los registros de
los años 1923 y 1925…
El año 1924 fue un año muy especial para Carlos e Isabel…
Tomó en sus manos el grueso libro existente sobre la mesa y lo abrió
por el separador colocado entre las páginas 64 y 65 …
Un fuerte dolor le atravesó el pecho… Leyó de nuevo con lágrimas en los
ojos aquellas mortificantes y tumbadas letras escritas a plumilla:
«Asiento núm. 32.- Dos hermanos gemelos, niño y niña, nos han sido
dejados en el día de hoy para su custodia y tutoría por el alcalde de esta
Villa. Son hijos espurios del depositante y de mujer de monjil clausura cuyos
datos no se nos facilitan por el interesado. Nos pide que se les ponga el
nombre de Carlos e Isabel, respectivamente. Así lo hago constar, y traslado sus
datos de nacimiento al Registro Civil, no haciendo mención expresa de su
ilegítima filiación. Se les pone a ambos los apellidos de “Expósito de la
Plaza” para el varón, y “De la Villa Expósito”, para la niña. Firmado y fechado
en esta Villa el quince de Febrero de mil novecientos veinticuatro. El
Director. Gregorio Cifuentes».
¡Malditas..! ¡Malditas..! ¡Malditas..! ¡Todas ellas lo
sabían..!
… «Estamos en el asiento número 32, pero… ¡que no se os ocurra decírselo…!»… «¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?» ─aquellas palabras perdidas en el tiempo le
rompían los tímpanos...
Colocó la bolsa de viaje encima del escritorio y la
sacó para colocarla en la tercera librería…
Clara, Virginia, Antolina, Fernanda, Sara, Berta,
Mónica y Marta…
Todas sus cabezas lucían ahora pútridas, colocadas una
tras otra en el estante intermedio…
La de Isabel quedó perfecta en el noveno lugar
acabando con ella la macabra lista…
«¡Él es sólo mío…!
¿Me oís…?» -salió esa voz
de su boca…
-o-o-o-o-