lunes, 25 de septiembre de 2017

El último viaje




-I-

Hacía más de veinte años que Carlos había abandonado el pueblo que le vio crecer, una pequeña villa de apenas quinientos habitantes perdida en medio de la sierra castellano-manchega cuyo nombre no viene al caso desvelar. Ahora, el autobús de línea cubría con su especial traqueteo ese viaje de vuelta por la misma carretera llena de baches y apenas asfaltada que mal que bien, treinta kilómetros más allá, intentaba comunicar con la autopista que conectaba con la civilización. Le encendía el ánimo poder rememorar de nuevo el pequeño rincón que le viera crecer allá por los años veinte, observar a aquellas buenas gentes de caras adustas, respirar el aroma de la resina entre sus pinares, del romero y la salvia que ahora estallaban en un pletórico azul floral para solaz de las infatigables abejas.

Desde la ventanilla paseaba su mirada en aquel entorno admirando el rápido transitar del amarillo óleo de los girasoles y quedó ensimismado intentando proyectarse entre los pétalos de sus redondos florones e imaginarse -como los insectos- explorador de sus entresijos. Al verlos, todos apretados en luciente e inclinada formación, como rindiéndole una sutil reverencia, su corazón le hizo recordar una vieja canción infantil y no pudo evitar que sus ojos trataran de ocultar ese par de lágrimas que a todos se nos escapan cuando nuestros recuerdos amables fluyen y acaban por agolparse en nuestra garganta tratando de ahogarnos en un océano de nostalgias.

El frenazo del conductor y el movimiento de los pasajeros buscando apearse del vehículo le hicieron entrar de nuevo en la realidad.

Cuando se abrieron las puertas, esperó a que bajaran y despejaran la salida, tomó su pesada bolsa de viaje y cubrió los tres peldaños hasta pisar el pavimento de la que siempre había conocido como Plaza Mayor.

Buscó la primera placa municipal que alcanzara a descubrir y leyó: “Plaza de la Constitución”.

«Lógico -pensó-, los años lo cambian todo».

Decidió quedarse allí quieto paladeando esos instantes. Observó con detenimiento la blanca fachada del antiguo Consistorio, a esas primeras horas de la tarde castigada por un sol de justicia que devolvía al transeúnte un lacerante reflejo transformado en una llamarada de agobiante calor. Siempre lo recordaba a duras penas, seguramente debido a las reformas que habría sufrido a lo largo de todos esos años; pero sí reconocía sin lugar a dudas el peculiar balcón desde el cual Don Servando –el entonces alcalde, reputado miembro del Partido Comunista- dirigía su grave voz a los lugareños que le observaban embobados desde abajo, a quienes arengaba con sus soflamas contra el fascismo hasta conseguir enfervorizar y alentándolos para descubrir a los “traidores del pueblo”, empezando por los que moraran en sus propias casas.

Entonces apenas tenía trece años y nada sabía de política, pero recordaba que eran tiempos de horror, de enfrentamientos entre hermanos, padres e hijos, de traiciones y envidias personales que aquella guerra fratricida subsumía como entidades propias de la manera más natural e insana. Y aquella pequeña villa tampoco se libró de sus cruentas consecuencias.

Descabalgó de sus pensamientos y encaminó sus pasos hacia la carretera principal, en dirección sur.

A unos trescientos metros se encontraba el camino que conducía al viejo caserón que aún seguía resistiéndose en pie pese a las inclemencias sufridas durante tantos años. Acomodó sus pasos con precaución para evitar los temidos sofocos que hacía un tiempo le venían atacando sin avisar. Fue fijándose en las zarzas que bordeaban la carretera, ofreciendo ahora sus frutos maduros, algunos de un color blanco lechoso, postre deseado de los golosos tordos y gorriones que los picoteaban con ahínco y glotonería. Tomó un par de los más rojos y limpios, con cuidado de no pincharse, y los fue chupando por el camino sintiendo otra vez en su paladar aquel ácido sabor de su agreste textura.

Eso le hizo rememorar los tiempos de la infancia y la grata compañía de Isabel, su amiga, novia y esposa a quien tanto amó y tanto le hacía sufrir todavía con su comportamiento. Ambos nacieron en el pueblo y, desde que se conocieron en la vieja casona, siendo muy niños, ninguno de los dos supo prescindir de la compañía del otro.

¡Cuántas veces recorrieron ambos de la mano el mismo camino llenando sus cestillos de esos rojos frutos silvestres…!

-II-

Cuando quiso darse cuenta, se encontró subiendo el ondulante repecho que -por fin- conducía hasta la casona.

Nada parecía haber cambiado en aquel lugar; las mismas acacias y moreras que se alineaban a ambos lados del camino desde hacía tantos años se susurraban unas a otras a favor del viento con el acompasado movimiento de sus hojas, y los mismos mojones delimitaban desde entonces las ya abandonadas fincas de secano...

Todos ellos le hablaban de un tiempo que se le antojó estancado en su propia prehistoria.

Allí seguían estando también los muretes de piedra que aún pretendían separar unos campos de otros; a duras penas aguantaban su precaria verticalidad para intentar evitar la posible entrada por parte del ganado extraviado, o incluso de los intrusos, ahora ya innecesarios. No le sorprendió pues la mareante sensación de verse trasladado de nuevo a ese otro tiempo, en esa dimensión donde los recuerdos no son tales, sino vivencias presentes atadas al dolor de tiempos pasados.

Notó un repentino escalofrío y -sin saber por qué- por un momento se sintió perdido, sin escapatoria posible, repartido entre dos mundos bien distintos, como succionado en un furioso bucle de incomprensibles mezclas, nadando entre rancios y coloridos fotogramas refundidos entre el ayer y el hoy de forma indiscriminada.

Un súbito ahogo le obligó a tomarse un respiro. Su corazón estaba pidiendo ayuda y tenía que socorrerle. Los malditos ahogos le venían anunciando durante los últimos meses que aquel cansado motor estaba a punto de griparse. Decidió regalarse un breve descanso y se sentó con pesadumbre en una piedra que le invitaba desde el mismo borde de la vereda. La pequeña lagartija que le observaba desde la cercanía, entre curiosa y aterrada, se vio sorprendida por su inesperada acción y salió corriendo a toda prisa para después agazaparse bajo un pedrusco casi oculto bajo una zarza, desde donde seguiría ejerciendo su cuidadosa vigilancia..., por si acaso.

Carlos observó con interés su huida y recordó con una sonrisa que Isabel solía cazarlas para estudiarlas mejor desde cerca; pero siempre la cogía de improviso cuando el pequeño e inofensivo reptil hacía soltar a propia voluntad su cola y obtenía de esta guisa su ansiada liberación, dejándola a ella con dos palmos de narices, el convulso rabillo agitándose todavía entre sus manos con vida propia y ella riendo nerviosa la gracia que le provocaba el vivo obsequio de su burlada cacería.

Ambos debían tener más o menos la misma edad; nunca lo supieron y tampoco le dieron importancia. Era genial verla carcajearse de esa forma, tan jovial y fresca, emitiendo aquellos delicados gorgoritos y la alegría de vivir marcada en su cara de niña traviesa…

¿Tanto tiempo había pasado…? ¡Qué felicidad la de aquellos años…!

Pero... ¿por qué le hizo aquello…? Le sorprendió su comportamiento, su engaño, su connivencia enfermiza con las demás...

Aquellos recuerdos le procuraron un profundo dolor, y decidió continuar el camino. El improvisado asiento le había servido de descanso; pero quiso también la natural dureza del tosco granito dejarle el trasero algo mermado de sensaciones por falta del suficiente riego sanguíneo. Al incorporarse, sintió los típicos calambres del adormecimiento, y no fue sino pasados un par de minutos de forzar unos andares cortos e inseguros cuando sus castigados glúteos acabaron por recuperar su vitalidad y pudo reanudar la marcha,  liberado por fin de aquel incómodo malestar.

Unos veinte metros antes de llegar a su destino notó una sensación de congoja que le hizo sentirse débil y pequeño; dejó la bolsa de viaje en el suelo, encima de unas malas hierbas que le parecieron limpias de polvo, y alzó con cierta desazón la vista hasta el final del repecho, como temiendo vivir de nuevo ciertos momentos indeseables de su pasado.

Allí estaba su antiguo hogar... Se veía abandonado, y las huellas que habían dejado en él las inclemencias del tiempo ayudaron a que, en principio, (otra vez aquella sensación desagradable que le hacía caer en un bucle), no lo identificara con la imagen sepia que guardaba en la gaveta de sus recuerdos.

La gran casona parecía muy cambiada, incluso se le antojó más pequeña y su aspecto era en verdad deprimente. El pinar que recordaba de antaño, espeso y lozano, rodeándola por tres de sus lados con sus copas, pletórico de piñatas, amo y señor de sus frescas sombras, estaba ahora desabrido, seco y cruelmente muerto. La hojarasca de la hiedra cubría la fachada de la edificación -envejecida y en peligro de derrumbarse por algunos rincones- la vestía de un verdor mortecino y desigual mientras se introducía entre las hendiduras de las piedras para después salir por cualquier fisura y chivatear sus secretos a los innumerables insectos que campaban a sus anchas por entre toda aquella sucia maraña de entremezclados colores verde y marrón.

El portón principal, de doble hoja, presentaba también un aspecto deplorable; de hierro forjado, el óxido lo había carcomido con saña y ajado de tal manera que más pareciera chatarra abandonada que el acceso de la mansión. Y por encima de la puerta, labrado en la piedra que hacía de falso dintel -sostenido ilusoriamente por dos imitaciones de columnas neoclásicas que, a modo decorativo, enmarcaban la entrada- seguía resistiendo el desgaste del tiempo el bajorrelieve que cada noche aparecía en sus insufribles pesadillas: "ORFANATO MUNICIPAL"...

-III-

Dio un pequeño rodeo por los alrededores y los recuerdos se fueron amontonando en su cerebro como feroces diablillos.

El estrecho camino empedrado de pizarra que conducía hasta el pinar ahora estaba deshecho y levantado; la fuente del Ángel Redentor, quebrada ya su estilizada  figura, la pileta resquebrajada por varios sitios y los grandes macetones que un día contuvieron el contraste verdor de unos jaspeados evónimos eran hoy desconchados recipientes llenos de sucia materia muerta…

Todo, todo seco y triste, todo ajado por el tiempo, tan sólo lozano en los lejanos recuerdos de una niñez perdida…

Sintió un nudo en la garganta y no quiso ver más; volvió sobre sus pasos en dirección a la entrada principal diciéndose que quizás no debiera haber vuelto a ese lugar. Las ideas se le mezclaban en  el cerebro, era como si hubiera estado allí cien veces más desde su marcha; quizás la locura se había apoderado de él. Ahora que lo pensaba, en realidad ni siquiera sabía por qué había regresado, salvo por aquellas pesadillas que actuaron en su interior con una llamada agónica rayana en la esquizofrenia.

-IV-

El acceso a la mansión no parecía que pudiera realizarse por la puerta principal; estaba cerrada con llave y, aunque oxidado, un férreo candado firmemente casado a una enorme cadena aseguraba también la imposibilidad de acceder a su interior por aquella entrada.

Carlos sabía de la existencia de una pequeña puerta de servicio que daba salida al jardín posterior. Rememoró que en algunas ocasiones, a espaldas de los tutores, se había escapado por allí en compañía de Isabel para jugar ambos entre los pinares, unas veces a las "escondidas", otras al "tú-la-llevas", y la mayoría como una simple justificación para estar a solas los dos, lejos de la vista de todos, sentarse muy juntos en la base de los pinos y sumergirse en la profundidad de los ojos del otro, estudiándose, pretendiéndose, amándose de forma inocente…

Hasta que Doña Felicitas -la gruñona tutora jefe- localizaba por fin su escondite y los mandaba castigados a sus respectivas habitaciones para repetir doscientas veces en aquellos improvisados cuadernos de cuarteado papel de desecho: "LOS NIÑOS DEL ORFANATO NO SE JUNTAN CON LAS NIÑAS DEL ORFANATO"…

Y al revés…

Eso ocurría cuando era ella quien los descubría, porque de ser el director del Centro benéfico, el maldito y odiado señor Cifuentes, quien lo hiciera, el castigo se convertía en la brutal crueldad de azotarlos por separado -ante la angustiada mirada del otro- con el zurriago con que hacía sujetar sus pantalones. Siempre supo por qué el muy cerdo repartía los golpes arrellanado en aquella silla maciza de su oficina cuyo asiento se acomodaba a su orondo y sucio trasero: para que no se le cayeran.

Que Dios lo acogiera en su seno, pero en realidad le deseaba que padeciera en el infierno, mil veces cada día desde su muerte durante mil años, aquellos injustos y viles castigos que tanto les hizo sufrir a ambos de forma tan injusta.

Se dirigió hasta la parte trasera de la casona y, si bien se encontraba medio oculto por la madreselva que había invadido la casi la totalidad de la pared exterior, enseguida encontró el acceso. La puerta, estrecha y acristalada con dos minúsculos ventanales, de una madera ya podrida y sin apenas vestigio de la pintura que en mejores tiempos luciera, estaba desvencijada, pero aún ofrecía la posibilidad de dar acceso al interior. Supuso que costaría algo de trabajo abrirla. Se dispuso a hacerlo, pero cuando tomó en sus manos su batiente y comenzaba a intentar su apertura esperando alguna dificultad, se encontró con la sorpresa de hacerlo sin esfuerzo franqueándole el camino, libre a su intromisión.

No se lo pensó dos veces y entró, pero le extrañó mucho esa pasmosa facilidad para acceder al interior. Le pareció haber vivido ya otras veces aquella sensación… Era curioso… De no ser por lo abandonado del lugar, daba la sensación de que aquella entrada hubiera sido usada antes por alguien conocedor de su existencia y después ocultada de la mejor manera posible para no levantar sospechas. Pero acabó por desechar la idea; no era posible que alguien se atreviera a entrar en aquella ruinosa casa de locos, ni siquiera para guarecerse de las inclemencias del tiempo.

Aunque todavía la tarde aguantaba los últimos rayos del sol, el pasillo que antecedía se mantenía en una oscuridad absoluta. Dejó que sus ojos se acomodaran al ambiente mientras intentaba hacer memoria de aquellos pasillos que durante sus años de niñez supusieron para él lo más parecido a un hogar, el único hogar que conoció en su vida. Hasta donde alcanzaban sus recuerdos, sabía que siguiendo recto daría con las cocinas y, tras ellas, el rectangular salón donde a diario los tutores reunían a los cuarenta y nueve huérfanos con que contaba el orfanato, niños y niñas separados en mesas diferentes. Allí se repartían las raciones de supervivencia en las respectivas escudillas desde las cuatro ollas de barro donde se preparaba el ágape a base de aquella insípida sopa, ora de tripas de cordero, ora de patas de gallina, las veces más felices migada con algo del pan duro de centeno sobrante que el orfanato recibía de los lugareños para "ayuda" de los niños acogidos.

Para ellos no había nada más, y a veces ni siquiera eso...

¡Tiempos de dolor y hambre...!

-V-

El aspecto de las cocinas era desastroso; el suelo, hecho de una fea cerámica que en su tiempo quiso aparentar el de una villa romana, estaba lleno de mugre, cucarachas, un montón de papeles arrugados y algunos utensilios rotos que en su día alimentaron con su pobre contenido las pequeñas y hambrientas bocas de los infantes huérfanos.

En un rincón de lo que entonces sirvió como alacena, aunque llenos de polvo y espesas telarañas, aún se mantenían en pie los escobones con los que Carlos y el resto de huérfanos varones eran “obsequiados”, después del frugal alimento -cuando así por suerte tocaba- para limpiar con ellos hasta la última mota de desperdicios que hubieran podido quedar en el suelo o en las mesas del salón; aunque en realidad jamás los hubo, ni siquiera los huesecillos de aquellas amarillentas y desgarradoras patas de gallina.

Las chicas, por su parte, eran las encargadas de lavar las lozas en los dos pilones que poco antes habían llenado con el agua del pozo, transportada previamente con la fuerza escasa de sus enclenques brazos en cubos de hojalata desde un lejano rincón del jardín hasta las cocinas.

Mientras tanto, los tutores, ellas y ellos, encabezados por el orondo director desde su puesto de privilegio, después de apartarse para sí dos de las mesas hasta cerca de uno de los ventanales, unirlas y decorarlas con un lustroso mantel y limpias servilletas de paño bordado, se sentaban a su alrededor para disfrutar de un suculento almuerzo que -a base de patatas hervidas y la parte magra de aquellas gallinas que había “sobrado” de sus amarillas patas- al término del buen yantar, acababan rindiéndole tributo  con un aromático café portugués de estraperlo y –cómo no- sus amigos los postres caseros.

Siendo ellos, los chicos, los encargados también de la limpieza y del barrido posterior, esperaban con impaciencia tras la puerta del salón a que acabaran de comer mientras escuchaban a escondidas, en silencio y escobón en mano, sus conversaciones pegando bien la oreja a la gruesa madera.

Después, una vez recibida desde dentro la autoritaria y altisonante orden del orondo señor Cifuentes, entraban todos a una en la estancia y, cuando se hubieron marchado, rebuscaban entre aquellas sobras un decente o mínimo trozo de pechuga o hueso de muslo que volver a roer y alguna que otra migaja de pan blando; o, con mucha suerte,  un descuidado trozo de aquellos apetitosos bollitos de azúcar y anís que veían devorar tras la rendija de la puerta a Doña Felicitas mientras que a él y al resto de sus compañeros se les escapaba la baba por las comisuras de sus famélicas bocas…

-VI-

Le pareció escuchar un ruido extraño y se detuvo poco antes de cruzar el umbral del salón procurando aguzar bien el oído…

Fueron escasos segundos y, tras la corta espera, de nuevo creyó oír unos sonidos que parecían proceder de la entrada principal, como una especie de débil taconeo acompasado, los pasos de una mujer quizás…

Pero eso era imposible, se dijo. Nadie en su sano juicio viviría en aquel ruinoso lugar, y menos una mujer. Por si acaso, retrocedió hasta las cocinas y tomó en sus manos una de aquellas carcomidas escobas; quizás hubiera necesidad de ahuyentar a algo o a alguien…

Entró en el salón y, de súbito, sintió un fuerte hedor y la presencia de algo indefinible; la luz del atardecer entraba a duras penas por las rendijas que quedaban entre las claveteadas tablas que tapaban los tres ventanales, pero lo suficiente como para darse cuenta de que aquella estancia ya no tenía nada que ver con la de sus recuerdos…

Las paredes aparecían desconchadas y apenas quedaban un par de mesas desvencijadas, mientras en el centro se acumulaban muy juntos toda clase de objetos herrumbrosos, cubos de estaño, tablas, cuencos rotos, ropa vieja y hasta un trozo mediano de una de esas piezas de material ondulado que servían para cubrir los chamizos a modo de tejado…

Se le antojó pensar que parecía el abandonado asentamiento de un explorador perdido en medio de una ciudad en ruinas.

Mientras observaba aquella triste estampa, sintió como un susurro parecido al roce de telas entre sí… Se mantuvo quieto y vigilante; algo oscuro parecía estar moviéndose entre aquellos cubos… Dejó la bolsa de viaje en el suelo y alzó enhiesta la escoba acercándose con sigilo hasta el irregular cúmulo de basuras, y en un momento descubrió por fin la procedencia de aquel mal olor… Un par de enormes ratas salieron bufando a toda velocidad tomando la salida del salón en dirección contraria a la suya, hacia las escaleras de la entrada principal, dejando a medio roer un conejillo en estado de avanzada putrefacción que, para su fatalidad, debió tener la osadía de adentrarse en la casona a saber por cuál de sus ignotos agujeros…

-VII-

Recogió su valiosa bolsa de viaje y tiró la improvisada arma sobre aquel montón de cosas inútiles. Su vista ya se había acostumbrado a la penumbra y pudo distinguir con algo más de detalle aquella sorprendente acumulación de basuras.

En un acto reflejo, retiró con la punta del pie el cadáver del insensato lepórido llamándole la atención el débil destello de algo redondo y metálico. Se agachó a recogerlo y su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió en su mano la vieja medalla de San Francisco de Asís que ya había dado por perdida desde hacía un tiempo…

Recordó que fue un regalo de Isabel; él siempre le tuvo grandes temores a las tormentas, en especial a los rayos. Ella le dijo que el santo lo protegería siempre contra esas inclemencias del tiempo, y desde entonces siempre la había llevado colgada a su cuello, sin separarse de ella ni siquiera para ducharse.

Lo que no entendía era cómo había llegado a parar hasta allí…

Observó que uno de los eslabones de la cadena estaba roto y se la guardó sin más en el bolsillo de la chaqueta pensando en cómo repararla.

Subiendo por las escaleras de la entrada por donde huyeron los roedores se encontraba la oficina del director, primero, y tras ella la biblioteca y el pasillo de acceso a la galería donde se ubicaban lo que fueron  dormitorios de los huérfanos, varones a la izquierda, chicas a la derecha, separados ambos por un muro de algo más de metro y medio de altura que nunca llegó a impedir las mutuas miradas de curiosidad entre ambos sexos, aun a pesar de extenderse verticalmente hasta el techo por una celosía de enrejada urdimbre.

Allí mismo se gestó el interés y los primeros flirteos entre Carlos e Isabel, mientras el resto de las chicas, Clara, Virginia, Antolina, Fernanda, Sara, Berta, Mónica y Marta, como haciéndose ajenas a todo, cuchicheaban tras esa pared cuando ellos dos se servían de un cajón para alzarse y poder charlar de sus “cosas”; y sin embargo, todas ellas sabían del inconfesable secreto.

Nada le dijeron del grave inconveniente de esas relaciones, aunque entonces todo fueran simples e inocentes escarceos de niños que después de convirtieron en “algo mucho más serio”...

Ni siquiera la misma Isabel…

«Estamos en el asiento número 32, pero… ¡que no se os ocurra decírselo…!», la había oído a ella lanzar en una ocasión esa enigmática advertencia al resto de sus compañeras…

«¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?», también les había amenazado muchas veces en voz baja, pero con un tono áspero…

No le dio mayor importancia porque tampoco entendía muy bien a las chicas… Todas estaban un poco locas, se decía; e Isabel, aunque era su ojito derecho, también debía compartir esa extraña locura por aquello de los “privilegios” de su sexo…

Tampoco era consciente de por qué era el muchacho más disputado de aquel gallinero; quizás fuera su estatura superior a la de los demás chicos, o sus finas facciones casi femeninas; o quién sabe si su forma de andar, moverse, o vete a saber por qué… Lo cierto era que parecía ser el rey de reyes entre los cuarenta varones que ocupaban el lado izquierdo del pabellón, y en especial la posesión preferida de su enigmática Isabel.

Lo que supo muchos años después le pareció enfermizo e imperdonable... Se sintió herido… Muy herido y suciamente utilizado. Desde entonces no había sido él mismo: delirios, instintos suicidas, mortificaciones, pesadillas enfermizas y un inmenso odio se habían apoderado de un cerebro enfermo...

-VIII-

Le asaltaron de nuevo aquellos fuertes dolores de cabeza y volvió a sentir una contradictoria sensación de no saber dónde estar y, sin embargo, haber vivido cien veces aquella experiencia. Se encontraba subiendo la escalinata que daba al piso superior y aprovechó para sentarse unos instantes en uno de los peldaños tratando de recuperarse así de ese mortificante y doloroso “déjà vu”.

Recordaba cómo él e Isabel, (sólo cuando los tutores dormían plácidamente su siesta), se deslizaban cada uno por los pasamanos de aquella bella escalera jugando a quién de los dos llegaba el primero haciendo resbalar sus traseros hasta el vestíbulo; y también cómo, en las muchas ocasiones en que se descuidaba, las entonces dos pequeñas protuberancias de su varonil sexo quedaban atoradas entre el calzón y la encerada madera del barandal produciéndose una imprevista frenada, y a él un insoportable dolor…

Y -como es lógico deducir- esa contingencia le significaba la pérdida segura de la apuesta…

Las risas y pitorreos de Isabel no se hacían esperar; orgullosa ella de carecer de esos “inconvenientes”. En medio de sus sonoras rechiflas,  casi siempre hacía despertar al odiado señor Cifuentes quien, después de darles caza y penarles con su consabido sermón, les hacía subir hasta su despacho para dedicarles unos cuantos minutos de ardorosa “charla de cinto y tralla”, como él lo llamaba de forma vengativa y rebuscada.

-IX-

Cuando entró en su despacho le pareció haber dado un nuevo salto en el tiempo, volviendo a sentir esa idéntica y  desagradable sensación de haberlo vivido antes. De nuevo se le apoderó el dolor de cabeza y tuvo necesidad de tomar asiento en aquella vieja silla que aún se conservaba junto al polvoriento escritorio del director.

El compartimento era de unos diez metros cuadrados, iluminado por un amplio ventanal que daba al jardín lateral, ahora casi tapado por unas entrecruzadas maderas de pino viejo; los muebles labrados a mano en una madera maciza de excelente roble, algo rebuscados pero acordes al gusto de la época, aún se mantenían en perfecto uso y no llegaba a entender por qué el ayuntamiento no los había vendido a alguna almoneda, pues su antigüedad y excelente manufactura les hacía tener un gran valor para un coleccionista entendido.

Sobre la mesa se conservaba orgulloso un tintero de cristal y una colección de despuntadas plumillas desparramadas en una cajita de madera. Cuatro librerías remataban la composición del despacho; en la primera de ellas se acomodaban varios libros de registro del orfanato ordenados por años, mientras en la siguiente  se apilaban sin orden ni concierto, unos sobre otros, un montón de legajos y otros tantos libros de rigurosa contabilidad.

Un hueco se observaba en la primera de ellas, entre los registros de los años 1923 y 1925…

El año 1924 fue un año muy especial para Carlos e Isabel…

Tomó en sus manos el grueso libro existente sobre la mesa y lo abrió por el separador colocado entre las páginas 64 y 65 …

Un fuerte dolor le atravesó el pecho… Leyó de nuevo con lágrimas en los ojos aquellas mortificantes y tumbadas letras escritas a plumilla:

«Asiento núm. 32.- Dos hermanos gemelos, niño y niña, nos han sido dejados en el día de hoy para su custodia y tutoría por el alcalde de esta Villa. Son hijos espurios del depositante y de mujer de monjil clausura cuyos datos no se nos facilitan por el interesado. Nos pide que se les ponga el nombre de Carlos e Isabel, respectivamente. Así lo hago constar, y traslado sus datos de nacimiento al Registro Civil, no haciendo mención expresa de su ilegítima filiación. Se les pone a ambos los apellidos de “Expósito de la Plaza” para el varón, y “De la Villa Expósito”, para la niña. Firmado y fechado en esta Villa el quince de Febrero de mil novecientos veinticuatro. El Director. Gregorio Cifuentes».

¡Malditas..! ¡Malditas..! ¡Malditas..! ¡Todas ellas lo sabían..!

«Estamos en el asiento número 32, pero… ¡que no se os ocurra decírselo…!»… «¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?» ─aquellas palabras perdidas en el tiempo le rompían los tímpanos...

Colocó la bolsa de viaje encima del escritorio y la sacó para colocarla en la tercera librería…

Clara, Virginia, Antolina, Fernanda, Sara, Berta, Mónica y Marta…

Todas sus cabezas lucían ahora pútridas, colocadas una tras otra en el estante intermedio…

La de Isabel quedó perfecta en el noveno lugar acabando con ella la macabra lista…

«¡Él es sólo mío…! ¿Me oís…?» -salió esa voz de su boca…


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viernes, 9 de junio de 2017

Dos lágrimas púrpuras



La recuerdo como si fuera ayer. Entonces éramos muy niños y ni siquiera teníamos idea de lo que significaba la diferencia de sexos, pero sé que nos queríamos profundamente, como nacidos el uno para el otro.

Martina era una niña despierta y ágil, juguetona a más no poder, siempre riendo sus propias gracias y disfrutando de su joven vida de diez años recién cumplidos. Ella vivía en el portal aledaño al mío, y todas las mañanas nos acompañábamos hasta la escuela que se encontraba a pocos pasos de nuestras casas, en la misma plaza donde se ubicaba el gran edificio de viviendas donde residíamos, un pequeño barrio obrero cercano a la fábrica de vidrio y la almazara industrial donde trabajaban nuestros respectivos padres.

Yo la llevaba apenas un año de diferencia, pero tengo que reconocer que su intelecto siempre fue de un nivel por encima del mío; si yo pensaba en comprar alguna chuchería, ella ya se había adelantado corre que te corre hasta el pequeño quiosco verde donde Armando, el viejo Armando, le surtía de sendos chicles que, sin darnos cuenta, casi engullíamos olvidando que eran sólo unos simples masticables; o si se me antojaba jugar con ella al piedra-papel-tijera camino al colegio, ella ya estaba escondiendo su mano derecha segundos antes de yo proponerle tan absurdo juego infantil… A veces me daba miedo, tenía la sensación de que leía mis pensamientos y que se reía de mí haciendo conmigo prácticas gratuitas de ese don tan especial del que yo carecía. Siempre se me adelantaba en todo, y ello –tengo que reconocerlo- me llevó a sentirme un poco acomplejado. Pero sé que todo lo hacía para hacerme feliz.

Martina no era una niña tan guapa como para que, con el transcurrir de los años, pudiera haber despertado varoniles pasiones; pero recuerdo que sus redondeados pómulos y sus grandes ojos le harían ser una mujercita muy “especial”. Sus miradas tiernas y escrutadoras proyectaban en mí unos profundos sentimientos de dependencia, amor y dejación de mí mismo; su influencia llegó a hacerse tan grande que llegué a pensar que jamás podría hacer algo en la vida lejos de aquella graciosa e inteligente personita de pelo liso y falda plisada, siempre oliendo a chicle, caramelo y tiza.

Martina no tenía amigas; sus juegos eran los míos, y míos los suyos, y recuerdo cuando todos nos miraban como si fuéramos marcianos mientras se decían unos a otros, tapándose la boca y en voz baja, “… son novietes, son novietes…”, y después se reían como se suelen reír las chiquilladas que desconocen el concepto y creen haber descubierto un misterioso e inescrutable secreto.

-II-

Martina un día desapareció…

Fueron momentos de grave angustia para sus padres. No supieron nunca lo que podía haberle ocurrido. Aún no había cumplido los once años y una tarde de pleno invierno se la echó de menos. Los chiquillos decían en sus ruidosos corrillos que se la había llevado el “Hombre de la Manteca”, pero yo sabía que eso era una burda leyenda inventada por los adultos para meter miedo a los menores cuando se empeñaban en que hiciéramos algo.

Fueron tiempos muy duros, y más para mí.

Claro que intervino la policía… Y, después de meses de investigación, llegaron a la conclusión de que Armando, el viejo Armando del puesto de chucherías, era el principal sospechoso de la desaparición de la pequeña Martina, y todo porque el muy desgraciado tenía unos pequeños antecedentes por antiguos hurtos y, además, padecía una esquizofrenia paranoide. Fue apresado y condenado sin pruebas a treinta años de presidio en el psiquiátrico carcelario, y creo que el pobre allí falleció al cabo de dos años de condena gritando entre sollozos inconsolables que él era inocente.

Al cabo de todo este tiempo, lustros después, he sentido todos los días la ausencia de la graciosa e inteligente Martina; la he echado mucho de menos y desde entonces he llorado amargamente con la frustrada idea de haberla podido ver desarrollada como mujer, a mi lado, como siempre estuvo…

Martina, mi pobre Martina… 

Ahora, en este rincón, la veo sentarse a mi lado y observarme con aquellos dulces ojos que siempre me ofrecieron amor y sosiego. Me dice en silencio, lo leo en sus labios, que no me preocupe, que ella se encargará de llevarme de la mano cuando llegue el momento… Lo siento…. Lo siento mucho;  a Dios le pido que me perdone, y a ella que me acoja a su lado sin rencor, que me permita acompañarla y hagamos juntos el camino azul cuando llegue el momento… 

Me cegué, no me quedó otro remedio, tenéis que entenderlo…

Fue horrible, pero se había apoderado de mi voluntad, tenía que librarme de aquella absorbente influencia que me ahogaba, que me anulaba. Cumplí por desgracia mi plan, confieso que la llevé con engaños a la almazara cercana y la empujé sin esfuerzo para hacerla caer bajo la molturadora; la enorme carga de aceitunas cayó sobre ella y fue triturada, hecha pulpa, mezclándose sus esencias de ángel con un jugo púrpura y el olor del orujo reciente. Aquel color se fue poco a poco disipando para perderse al fin entre un óleo áureo y viscoso. Ni un solo grito salió de su boca, ni vi en sus ojos el menor reproche mientras caía y una sonrisa pintaba en su boca…

-III-

A lo largo de todo este tiempo, Martina me ha estado acompañando en mi celda, y siempre me ha venido diciendo que sabía que la mataría y cuándo lo haría; me ha dicho cientos de veces  que se dejó empujar sin oponer resistencia con tal de hacerme feliz…

Ya viene el carcelero…

Es mi turno de castigo… Satán reclama mi alma para seguir torturándola. Martina me mira y –como siempre, desde hace mil lustros que Dios me encerrara para expiar mi pecado- deja escapar por sus ojos dos lágrimas púrpuras que añaden a mi castigo cien años más de condena.


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miércoles, 7 de junio de 2017

Diario de un viajante. El pescador



-I-

Domingo, 6 de diciembre, 2015 

Aquella mañana no estaba ni placentera ni muy dispuesta a complacer mi paseo por la bonita y sinuosa avenida que besaba la orilla del mar. Palmeras y naranjos se habían puesto de acuerdo en acompasar sus hojas en favor de la dirección que el fuerte viento del este imponía a todo ser viviente. Mientras, en tanto que invocaban algún que otro respiro a sus racheados embates, agradecían mudos las escasas gotas de lluvia que por el momento traía consigo sirviéndoles así de fresco lavado con el que aliviar el polvo salino acumulado meses antes en un estío tan desacostumbrado y fuerte como aquel, al parecer el mayor conocido en esta región mediterránea durante la última década.

El pequeño pueblo no era sino el asentamiento de unas quinientas familias cuyos ancestros quizá tuvieran sus raíces en aquellos marineros comerciantes venidos de la antigua Fenicia que, enamorados de la placidez y belleza de estas costas, decidieran quedarse y mezclar su sangre con la de sus pocos habitantes, forjando así un destino muy diferente al que la naturaleza tenía previsto para ellos, en esas pocas veces en que una de las Moiras ─las metódicas y sistemáticas diosas que tejen el destino del hombre─ se despista, no consigue enhebrar su hilo en la aguja y la alocada inmediatez de su trabajo permite a un ser humano privilegiado decidir por su cuenta el camino a seguir. Es cierto que son muy pocos los casos pero, a juzgar por la singularidad de estas gentes, no dudaría en afirmar que éste fuera uno de esos rarísimos errores de las míticas hilanderas.

Desde la ventana de mi dormitorio observé que un cúmulo de nubes se acercaba a la costa augurando una de esas tormentas en que el aire y la lluvia se entremezclan para prohibir el paseo al viandante. Pese al mal tiempo, me dije que los pocos días que disponía debía aprovecharlos hasta el límite; y así fue como tomé con premura el chubasquero para dirigirme sin más dilación al paseo marítimo y saciar mi pituitaria del salobre olor de la mar. Quería gozar de la rusticidad del lugar como el que busca cobijo entre los suaves pechos de una madre. Me había propuesto olvidar para siempre mi último fracaso literario y necesitaba de esa paz interior que tan sólo podría ofrecerme el abrir mis ojos a lo natural, al quehacer diario de la sencillez desprovista de morbos y vanas costumbres, a la contemplación de la vida desde un ángulo muy distinto al que esta decadente sociedad nos tiene acostumbrados desde muy niños; en definitiva, a disfrutar en cámara lenta de esos momentos maravillosos tan olvidados por el urbanita como el sonido de las olas rompiendo furiosas contra las rocas, o el estridente graznido de las gaviotas reclamando a las olas quién sabe qué, o ─quizá lo mejor de todo─ el estimulante cosquilleo de la espuma marina retrayéndose entre los dedos de mis pies desnudos jugando con los diminutos gránulos de sílice que tan amorosamente blanquean la playa…

En esos momentos en que todo se contrae en la mente, en ese instante en que lo que te rodea llega a ser parte de ti mismo al absorberte y te sientes deliciosamente acoplado al Todo, me vino a la memoria el estribillo de un poema o cancioncilla que había leído de joven en no recuerdo qué viejo y “más-que-usado” librillo de tercera o cuarta mano ─adquirido seguramente por muy poco precio en una de esas tiendas de feria, tal era el poder de mi bolsillo─, cuya lectura me causó una sensación aún perdurable en el tiempo, haciéndome entonces recapacitar sobre muchas e interesantes cosas respecto de la debilidad del hombre: 

Vives impertérrito y ausente de la vida, 
y reclamas mil placeres por sentirla tan de cerca 
porque crees ser su dueño, 
mas ignoras que apenas eres sueño 
que en vapores se convierte, que es muy terca
cuando llega a su final, la muy creída…

-II-

Con estos pensamientos estaba ensimismado ─reconozco mi extraordinaria propensión a la abstracción, no sé si buena o mala, esa es la verdad─ cuando sin darme cuenta casi me topo con uno de los pocos norayes existentes en el mismo límite del embarcadero que servía de amarre y cobijo a las diez o quince barcazas de pescadores que aún lograban subsistir malamente con el escaso producto de su trabajo en la mar. El pulpo, la anchoa y el abadejo eran casi las únicas especies que habían logrado sobreponerse en cantidad suficiente a unas condiciones cada vez más insoportables para la vida marina. En estos tiempos la pesca no resultaba fácil para esos esforzados marineros que antaño conocieron en sus aguas más de doscientas especies en que faenar; bien es cierto que a costa de refrenar sus capturas y respetar el ciclo natural de la vida como si de un dios quebradizo se tratara. 

Pero el destino ha querido que su respeto no sirva de gran cosa; y no porque abandonaran irresponsablemente sus esmerados cuidados, sino porque la manzana emponzoñada no tiene salvación, y así el corazón humano de unos pocos, hambrientos de riquezas aún a  costa de todo y de todos, se abandona a la desidia y pierde su esencia humana para convertirse en un simple músculo insuflador de avaricia y pobreza, siempre en perjuicio de los más débiles.

Cabría preguntarse entonces si no somos el resultado de una evolución equivocada; y en esto sí tiene algo que responder la propia Naturaleza.

Una ráfaga de viento seguida de una finísima lluvia me azotó la cara haciéndome recapacitar y bajar la vista para darme cuenta a tiempo de que estaba al borde mismo del embarcadero con el peligro que suponía perder el pie y caer entre aquellas procelosas aguas que anunciaban claramente sus malas intenciones; pero ─aún así─ hermosas y pletóricas de vida, dotadas de un poder misterioso, dueñas de esa gran fuerza y libertad sin límites y, a pesar de ello, condenadas irremisiblemente a la pérdida definitiva de su preciada pureza.

Sin quererlo ─quizá fuera un acto reflejo de mi semidormida conciencia─, una lágrima me asaltó a traición recorriéndome pausadamente el rostro para mezclarse con la lluvia y la salobridad de la brisa que lo acariciaba. Algo me dijo que no merecía estar allí y me pareció que las olas me echaran en cara las ignominias padecidas por la naturaleza, haciéndome sentir pequeño y miserable… Entre silbidos, parecía que todas las ninfas de los manantiales se habían concentrado en aquel lugar junto a las sirenas de Ulises para susurrarme al oído sus enconados cánticos:

Entre la tierra y la mar confluye el viento

que las separa, mas las fusiona entre sollozos;
de aquí la espuma del fiero mar, de aquí el esbozo
que pinta con óleo azul su fresco aliento…

Contra la mar y la tierra rompe sus lanzas
el hombre inane, y las maltrata por simple juego;
está muy ciego, habrá venganza,
el mismo hombre chasca la mecha, ardiente el fuego…


Quizá fuera por mi natural forma de ser, en el sentido de que siempre he temido el misterio y la parte truculenta de la mitología, quizá porque mi estado anímico había dejado de ser el más propicio para disfrutar del paseo; lo cierto es que esas voces interiores me asustaron y estuve a punto a dar la vuelta y refugiarme en la posada hasta que el buen tiempo hiciera de nuevo su aparición.


-III-

Al cabo de unos segundos me percaté de algo realmente fuera de lugar en aquel entorno cuasi hostil: un pescador sentado al final del embarcadero tiraba fuertemente de su caña desafiando al viento y la lluvia como si la climatología en contra no fuera con él. Cierto es que el aire había amainado un poco y la lluvia ya no arreciaba tanto, pero tampoco era muy normal lo que mis ojos estaban contemplando. Sorprendido por aquel extraño cuadro, me fui acercando lentamente hasta aquel hombre y al llegar a su lado traté de trabar conversación con él, saludándole con amabilidad al darle los “buenos” días.

─Buenos días, señor… ¿Qué tal la pesca…? Parece que el tiempo no acompaña mucho, ¿no…?

El hombre, un anciano de blanca y larga barba que no ocultaba del todo un rostro curtido por grandes arrugas, me miró desde su asiento con cara displicente y se dirigió a mí con unas misteriosas palabras:

─Siéntate a mi lado, hijo; y por favor mantén tu silencio, que la mar llora cuando te escucha…


Me quedé perplejo, no esperaba sentirme tan incómodo, pero esa fue la sensación que me transmitió al reflejarse en mi cerebro aquella hierática frase respecto de un mar ¿…en llantos?

─Perdone, no quería molestarle…─intenté excusarme.

─No molestas… Sólo calla y escucha sus lamentos. Mientras tanto, déjame que las siga aliviando en lo que pueda…

El viejo pescador me dejó intrigado. Aquellas frases no tenían sentido, llevándome a pensar que seguramente la locura había hecho presa en su desgastado cerebro.

Desafiando también al viento y la lluvia, acepté por curiosidad su invitación y me senté a su lado con cierta desconfianza para observar de cerca su curiosa forma de actuar. Confieso que me dejó estupefacto la maestría con que utilizaba la caña de pescar y la enorme velocidad con que lo hacía. Visto y no visto, una vez que notaba un mínimo tirón en el anzuelo, con toda celeridad retraía el sedal, desenganchaba la pieza y, sin que diera la más mínima oportunidad a mis ojos para admirar por un segundo el valioso trofeo obtenido, lo metía en el cesto de mimbre para cerrarlo después con un desenvuelto movimiento de codo que se me antojó antinatural en un hombre de tan avanzada edad.  Esto lo fue haciendo una y otra vez sin perder el ritmo, hasta que perdí el sentido del tiempo y me cansé de contar las veces que repetía las decenas y decenas de su reiterativo ir y venir: del sedal a la cesta y de nuevo el anzuelo al mar,  una y otra vez, una vez y otra, y ser incapaz de discernir en ninguna de ellas el pez llevado al morral ─por usar un término propio de la caza, porque aquello no era pescar, sino pura depredación en el sentido más cruento del término─.

─Señor… ¿cuándo acabe, me podrá enseñar la pesca de su cesta…? ─me atreví a insinuarle picándome la curiosidad, pero con miedo a causarle molestias.

─Los lamentos de sus aguas sólo se alivian así, pero no son nada en comparación con las que lo ahogan irremediablemente entre lágrimas de sangre. Ellas son muy difíciles de aprehender, se esconden entre el limo y las rocas y no emergen por miedo a seguir sintiendo el dolor de morir; pero no saben que ya no es posible, que deben morder mis anzuelos para reunirse con sus cuerpos y conocer su bien ganada gloria… Hay niños…, hay niños que se niegan, que no emergen jamás… ¡los pobres niños reclaman venganza…! ─me contestó muy irritado mirándome a los ojos con una furia desatada e incomprensible. Achaqué a la casualidad que en ese mismo instante las aguas se encresparan también acompañando la irritación del viejo en una extraña y empática sincronía. 

No entendía nada; aquellas palabras y su descarado enfado acabaron aturdiendo definitivamente mi siempre ordenada lógica contrayendo al mismo tiempo mi corazón. Quise huir de su lado; el miedo se apoderó de mi mente pese a ser consciente de que ningún daño podría hacerme aquel anciano, ahora tan hostil y desconsiderado.

Definitivamente llegué a la convicción de que había topado con un loco de atar, pero quizá un loco muy… mmm… “especial”.

─Siento haberle irritado, señor, no era mi intención incomodarle… Le saludo y le deseo buena suerte. Buenos días… ─me despedí de él y me incorporé dispuesto a desandar mis pasos y volver rápidamente al hostal.

Sin embargo, nada contestó; siguió tirando de la caña con velocidad endiablada, abriendo y cerrando su cesta donde guardara sus invisibles capturas para después volver de nuevo al celo de aquella incomprensible faena.

Tras alejarme unas decenas de metros de él, me di la vuelta, observé por última vez su delgada figura sentada al borde del mar y creí escuchar cómo repetía una y otra vez esas terribles palabras mientras la mar se tornaba aún más áspera y la lluvia comenzaba a arreciar:

─… Pero la de los niños no emergen… ¡Reclaman venganza…! ¡Hay niños que reclaman venganza…! ─gritó fuertemente.

Una mezcla de aterrorizados relinchos y lo que me parecieron silbidos de delfines se hicieron presentes cerca del anciano hasta desaparecer por momentos bajo grandes cortinas de agua, y esto acabó por convencerme definitivamente de que la presencia de mi persona ya estaba sobrando en aquel embarcadero.

-IV-
Lunes, 7 de diciembre, 2015

Ha llegado el momento de irme. La mañana ofrece un sol precioso de otoño llenando de armónico colorido la avenida marítima de este lugar. Recuerdo todavía con terror la tarde anterior y el encuentro con el misterioso personaje del embarcadero. He estado dándole mil vueltas a esa vivencia y me avergüenzo de mi comportamiento. Creo que no debí huir, que mi obligación era ayudar al anciano y ponerle a salvo de aquellas torturadas olas. Tengo una sensación de remordimiento mezclado con el miedo de que pudiera haber muerto, saber de su desaparición y sentirme el único responsable de ello. Jamás hubiera pensado que mi reacción pudiera llegar a tanta bajeza moral, dejándole allí, a su suerte negándole mi ayuda. Sin embargo, aún me apego a la idea de que aquel hombre sabía mucho más de la mar que yo… Seguro que salió del embarcadero con el tiempo suficiente como para burlar el furioso embate del mar. ¡Dios lo haya querido así!

Sólo una triste maleta ata mi destino y mi vuelta al hogar. Allá todo volverá a ser la historia de siempre: caer de nuevo en la cotidianidad del aburrimiento, escribir las mismas petulancias para el periódico, intentar por enésima vez comenzar sin éxito ese libro que he perseguido durante toda mi vida y escuchar tendido en el sofá las escabrosas noticias de siempre. Las observaciones de este pequeño pueblo me han enriquecido pero, al mismo tiempo, han creado en mi espíritu unas sensaciones imborrables llenas de inquietud. Creo que mi obligación es vencer mis miedos y volver al embarcadero, preguntar a los marineros por la suerte de aquel anciano y, en el peor de los casos, entregarme a las autoridades para explicarles los motivos de mi huida.

Pero no… es mejor olvidarlo. Reconozco que soy un cobarde...

─Epílogo─

Sábado, 21 de noviembre, 2015 

Noticia publicada en el Diario La Región:

“La estatua en bronce de un anciano pescador lanzando su caña al mar fue instalada en la mañana de ayer por los empleados del Consistorio. El lugar elegido para su instalación ha sido el embarcadero, en el extremo norte conocido como  Rompiente de las Mareas. Es obra del escultor autóctono Federico de la Borroja. La Cofradía de Pescadores de Santa Virgilia ha sido ─junto con una pequeña contribución del propio Ayuntamiento─ la responsable de su donación. Personifica la figura humanizada de Poseidón como un pescador de almas, sustituyendo así su clásico tridente por una caña de pescar y un cesto de mimbre donde las guarda y las protege hacia la salvación eterna.

Una placa atornillada en el dorso de la cesta contextualiza en bajorrelieve su motivo:

«A Neptuno, Pescador de Almas. Que su anzuelo consiga capturar las de los ahogados y devolverlas al lugar donde el amor y la paz sustituyan al odio, al dolor y al espanto con que perdieron sus vidas. (20, Noviembre de 2015. Estatua donada por la Cofradía de Pescadores con la colaboración del Excmo. Consistorio. Es obra del escultor Federico de la Borroja, hijo predilecto de esta tierra»)

-o-o-o-o-o-

sábado, 3 de junio de 2017

La choza




-I-

El ulular del viento intentaba remedar el gemido de una tuba y se colaba sin recato por entre las rendijas de la puerta. Dentro de la choza, la oscuridad era total y el silencioso úrsido pretendía encontrar cobijo en su interior, convirtiéndose así, por el momento, en el único dueño de sus misteriosos rincones. El frío, el hambre y la traicionera curiosidad le hicieron olvidar su tradicional prudencia y accedió a ella empujando y metiendo su hocico entre la abertura que la acción del viento había conseguido vencer. Sus ojos buscaron acomodarse a la penumbra y lograr la mayor profundidad que le permitía su miope visión; se detuvo unos segundos y observó sorprendido unas extrañas sombras cuya pertenencia le resultó desconocida proyectándose fugazmente sobre la pared del fondo y, aunque su fino olfato no le dio aviso de peligro, su instinto optó finalmente por desistir haciéndole recular e intentar salir de aquel lugar…, sin conseguirlo.

Afuera hacía un buen rato que caían abundantes y gruesos copos de nieve; poco restaba ya para que el denso tejido de sus fríos algodones lograra ocultar los últimos vestigios del sendero que podría conducir los pasos de un perdido caminante hasta el refugio. Su denso manto no perdonaba color alguno que no fuera el blanco impoluto. La tempestad tenía todo el aspecto de arreciar en pocos minutos; el cielo se iba enfatizando con un tono gris plomizo y el atardecer no iba a tener más remedio que sucumbir prontamente a manos de una oscuridad no consentida.


Poco a poco, los grandes abetos fueron tendiendo sus brazos ante el peso de la nieve y se unieron al desconcierto ambiental, ayudando también en ocultar a la vista del más curtido observador cualquier camino mínimamente reconocible. La temperatura bajaría pronto hasta los veinte grados bajo cero y los más mínimos soplos de aire trocarían en los afilados cuchillos del más diestro carnicero. A lo lejos, los quejumbrosos aullidos de un enfermo y viejo lobo, expulsado de su manada y acuciado por la fiebre y la hambruna hasta la extenuación, anunciaban su inminente expiación antes de sugerirle a la luna su viaje hacia la nada.

-II-

El norte de Alaska siempre fue tierra de extrañas y truculentas historias, casi siempre inventadas por los inuits, su población nativa. Otras versiones dicen que fueron tomadas prestadas de algunas tribus indias que vivieron más al sur y que osaron viajar por aquellas inhóspitas tierras, Después de cerrar tratados de paz e intercambiar con aquellas buenas gentes sus alimentos, cuentas y demás abalorios, fustigaron sin piedad las grupas de sus nobles cuadrúpedos tan pronto como notaron los primeros fríos, y juraron nunca más volver a pisar aquel infierno ártico en la época de su estación invernal. Tal fue el miedo que les entró al primer contacto con los hielos de la Alaska cruel.

El espíritu de sus antepasados, de sus variados dioses y los de los animales cazados por los más fuertes guerreros inuits -siempre fieros, algunos, incluso, devoradores de hombres- rondaba siempre en los rezos de aquellos pequeños pero grandes hombres.

En no pocas ocasiones la deformación de esas historias también llegaba a convertirlas en verdaderos cuentos de terror con los que el narrador conseguía atemorizar a las viejas y los niños del poblado cuando el tiempo apacible les permitía rodearse alrededor del sagrado fuego comunal. Los reflejos de la crepitante hoguera se proyectaban sobre la cara del viejo y desdentado chamán, surcada de tortuosas cicatrices, producto de las viejas heridas de joven cazador y de muchos años que habían conseguido escapar de las fauces de cualquier animal.

Ni que decir tiene que éste era el acompañamiento más propicio para provocar ese ambiente irreal y fantasmagórico buscado por el anciano brujo. Lograba concentrar en su encorvada figura los ojos rasgados de aquellas crédulas gentes que, al compás de la narración, iban acercando con miedo sus cuerpos creyendo protegerse mejor de esta manera de aquellos invocados seres monstruosos e infernales, en ese círculo cerrado y protector.

Varios guerreros habían partido durante la mañana en busca de caza y se esperaba su vuelta con ansiedad. Había entrado la época de los gélidos hielos, y aprovisionarse lo máximo posible para aguantar las acometidas de la estación invernal era el único trabajo en el que se les permitía extralimitarse. Las pieles y la carne eran consustanciales a su existencia, pero la madre naturaleza, aun extremadamente dura en aquellas tierras, les surtía de las suficientes focas y caribúes como para seguir defendiendo su delicada supervivencia.

Aún así, era un pueblo condenado a la extinción, más tarde o más temprano, y lo sabían.

Desde la llegada del hombre de piel de nieve, su población se había diezmado muy sensiblemente. Las enfermedades contraídas por consecuencia de su presencia habían tenido mucho que ver con la creciente mortalidad, pero también el carácter violento y sanguinario de aquellos hombres altos y pendencieros. A esto se le uniría la baja tasa de natalidad que acompasaba poco a poco hasta el final de un orgulloso, pero apacible, pueblo.

-III-

Astuk regresaba con sus dos perros de su cacería de focas, y en aquella ocasión la suerte le había vuelto la espalda. Tres salmónidos y dos pequeñas ratas almizcleras fue lo único que consiguió llevar a su morral; pero al menos le servirían para engañar el hambre durante dos o tres días, como mucho.

Había estado a punto de lograr una buena pieza, pero se le escapó en el último momento tras una escarpada pared de hielo que le fue imposible acometer. La gran foca consiguió patinar a su través y fue a parar al agua directamente por un hueco impracticable para él por el que nunca más volvería a verla. Con ello perdió la piel, la carne y –sobre todo- el hígado del lustroso animal.

Su fracaso en la fallida persecución le llenó de vergüenza.

El atardecer se le echó encima sin avisar; sopesó mucho la idea de volver al poblado y ponerse a resguardo al lado de sus parientes, pero observó que una gran nevada se estaba empezando a gestar y venía acompañada de un aire hiriente y cegador, por lo que decidió finalmente buscar el cobijo más cercano antes de que cayera la noche, y así intentar salvar su vida y la de sus dos compañeros.

Ajustó sus manos al trineo dirigiendo sus voces hacia los canes para rogarles con cariñosas palabras el inicio de la marcha del pequeño arrastre. Recordaba que en dirección sur quizás podría cobijarse en un bosque de abetos, tomar algunas de sus ramas y construir un chamizo donde esconderse provisionalmente de los embates de la tempestad que se avecinaba.

Breka y Talum eran dos excelentes ejemplares de perro malamute, siempre cariñosos y juguetones, tremendamente fuertes y preparados para la lucha contra los elementos; daría cualquier cosa por mantenerlos a su lado, costara lo que costara, incluso su propio corazón. A ellos les debía la vida; no en una, sino en tres ocasiones, su calor corporal le salvó de morir en la inhóspita llanura helada.

Al cabo de una media hora consiguió acceder a la primera hilera de abetos.

El aspecto del bosque era aterrador y ahogaba el aliento; ocultaba cualquier visión, en apenas medio metro se podía discernir el verde oscuro del follaje. Sólo parte de sus troncos no cubiertos por la nieve indicaban que no eran fantasmales formas de hielo. Acercó el trineo hasta un pequeño descubierto y acarició a sus perros infundiéndoles ánimo; se acuclilló a su lado y esperó unos minutos intentando recomponer la situación y dirigir con éxito la supervivencia en aquel lugar. Tenía que resolverlo con rapidez; la tormenta no tenía intención de calmar su ira y el tiempo ya se estaba acabando. Debía encontrar sin más demora un cobijo para los tres.

Cuando el viento se volvió insoportable, quiso el dios Sila que Talum acertara a encontrar un casi escondido y retorcido sendero cuyo final se atisbaba no muy lejano. Tres nerviosos ladridos le indicaron a Astuk el descubrimiento y con dos grandes abrazos compensó al inteligente can reanudando el trabajoso deambular. Por fin, tras doscientos metros de tirar del trineo, exhausto y al límite de sus fuerzas, el pequeño inuit acertó a divisar entre aquella cortina de nieve la choza de un cazador…

-IV-

El chamán convocó a los hombres del poblado para comunicar la mala noticia de la desaparición de uno de sus guerreros; dos de los que habían regresado sanos y salvos, aunque exhaustos, dijeron que no habían visto a Astuk desde que decidieron separarse de él para seguir las huellas de varias presas. Habían tomado diferentes caminos, reconociendo también lo irresponsable de aquella decisión. La fuerte ventisca y la repentina bajada de la temperatura hicieron el resto para que les resultara imposible encontrar su pista; tras varias horas de inútiles esfuerzos sin hallar huella alguna, cayendo el atardecer, con buen criterio optaron por regresar al poblado no arriesgando más sus vidas.

Golek, el chamán, visiblemente preocupado, pidió a los cazadores que se retiraran a los iglús para recuperar las fuerzas perdidas; la consigna era que al amanecer siguiente, si la tormenta amainaba y el dios Sila lo autorizaba, ordenaría una nueva batida que intentaría de nuevo encontrar su paradero. Él conocía sobradamente a Astuk y sabía de su indomable valor y resistencia. Desde muy niño le había ido transmitiendo todos sus conocimientos, le sabía fuerte y preparado para superar las más duras adversidades que le aguardaban.

Sin embargo, el tiempo no jugaba a su favor; en apenas cinco o seis días se verían obligados a cambiar la ubicación del campamento. El invierno ya se había anunciado con aquella primera tormenta y tendrían que dejar el lugar para elegir otro donde unos iglús más adecuados facilitaran a su gente soportar las bajísimas temperaturas y los gélidos vientos del ártico, cuya llegada era inminente. Aquel campamento ya no iba a asegurar la supervivencia de su pueblo, tendrían que adoptar los preparativos lo antes posible.

Ahora, por el momento, tan sólo le quedaba la penosa obligación de comunicar la mala noticia a la familia de Astuk, dirigiendo sus pasos con esa intención.

Kalaac, su mujer, rompió a llorar amargamente cuando el chamán entró en la tienda y le confirmó la desaparición del esposo. Los dos pequeños, que no habrían cumplido aún los cuatro y cinco años de edad, se acurrucaron junto a su madre tratando de comprender inútilmente la tristeza de aquellos rostros; pero se tranquilizaron un poco cuando encontraron la candorosa protección del abrazo de la joven inuit.

Su abultado vientre anunciaba una nueva vida; saldría de cuentas en un par de días y su tercer hijo vería la luz en aquel mundo infernal, recién entrado el crudo invierno. Su padre sería fundamental para poder alimentarle y mantenerlos unidos. Si llegaba a confirmarse la muerte de Astuk, ella se vería obligada a cumplir la antigua tradición de su pueblo y estrangular al futuro hijo hasta hacerle expirar el último hálito de joven vida.

No quiso pensar en ello y le rogó ayuda con una mirada implorante; éste hizo un gesto de impotencia, torció una mueca evitando asomar los últimos dientes que le restaban, sin lograrlo, y dando media vuelta salió cubriéndose con el grueso gorro de piel, dejando tras de sí la amargura para enfrentarse de nuevo al helado golpe del viento ártico.

-V-

A medida que se iban acercando hasta el bosque, la ventisca iba permitiendo poco a poco perfilar el entorno que le rodeaba, pero la nieve se había acumulado tanto alrededor de la choza que siquiera parecía lo que realmente era.

El pequeño cazador pudo observar –no sin cierto resquemor- el mal estado que presentaba lo poco que podía verse del escondrijo. Mediría poco más de dos metros de altura y ocupaba una circunferencia de ocho, aproximadamente; la estructura parecía estar hecha al estilo de un iglú, pero con tablones de abeto. El techado era un conglomerado de ramas y helechos que cumplía perfectamente su función.

También podía verse la mitad de la puerta que daba acceso al interior; hecha también de maderas -corroídas por el paso del tiempo, los insectos y los duros inviernos-, el único batiente entornaba un par de centímetros, aunque daba la sensación de no haberse abierto en muchos años.

Lo cierto es que Astuk creyó reconocer ese lugar, y era consciente de que había pisado su fronda en otras ocasiones, pero no recordaba haber visto la extraña choza que tenía ahora frente a sí.

Tanto Breka como Talum mostraron su nerviosismo y comenzaron a emitir unos gruñidos amenazadores. Intentó calmarlos acariciándoles los lomos y exigiéndoles silencio; después los soltó del arrastre para que se guarnecieran y esperaran sus órdenes. Ambos perros, siempre fieles a su dueño, trataron de domeñar su carácter y sentaron con obediencia ciega sus traseros en la nieve. Se limitaron entonces a vigilar el entorno que les rodeaba, pero sus gruñidos de desconfianza seguían estando presentes, un tanto más ahogados y contenidos por la orden autoritaria de su amo.

Astuk notó que no apartaban la vista de aquella enigmática puerta.

Se desprendió del arco y lo dejó cuidadosamente en el trineo, pero mantuvo cerca de sí uno de sus arpones para utilizarlo en caso de ser necesario. Sin perder más tiempo cogió la pala y comenzó a retirar la nieve que le impedía la entrada. Seguía nevando con fuerza y, aunque el viento había calmado su ira levemente, tendría que darse prisa y acceder cuanto antes al interior junto con sus buenos amigos.

Al cabo de un rato, la puerta por fin estuvo dispuesta a ser franqueada; se dispuso a desvencijarla con una de las puntas del arpón. Tiró con fuerza hasta que consiguió abrirla a medias, pero no pudo vislumbrar en el interior; la noche ya se había echado encima definitivamente y la penumbra impedía ver más allá de un cuarto de lanza…

Estaba exhausto, su único pensamiento era entrar y llamar a sus perros para darse calor y mutua compañía hasta que el temporal amainara.
 

-VI-

Decididamente, entró, pero sin los perros…

Cuando quiso darse cuenta de la encerrona ya fue tarde para él. La puerta se bloqueó tras de sí y el suelo se abrió en una furiosa espiral de aguas heladas. Astuk perdió pié y cayó en su infernal movimiento, sintiéndose irremisiblemente succionado, como si la boca de una gran ballena ártica lograra sustraer todo el plancton oceánico y fuera a parar a su negro estómago tragado a través de una garganta de terror.

Mientras, en el exterior, oyó los ladridos de sus perros y notó la angustiosa sensación de la progresiva lejanía de esos queridos sonidos hasta su completa desaparición.

Notó cómo su viaje hacia el fondo de las frías aguas se iba precipitando cada vez más rápido, pero sin tener sensación alguna de ahogo. Mientras duró la fuerza de aquella succión diabólica -quizás minutos, quizá segundos, no pudo discernirlo-, su cuerpo se fue empequeñeciendo a medida que se hundía al cruzarse con enormes marsopas, cachalotes y extrañas criaturas de tamaños que jamás había visto. Una raya de proporciones gigantescas azuzó con destreza su enorme arpón trasero y atravesó sin esfuerzo el lomo de un cetáceo cuyo cuerpazo no tenía nada que envidiar a la atacante…

La visión casi le hizo perder la cordura. Antes de caer en el desvanecimiento total pudo ver el fondo arenoso del océano, cubierto de algas y coralinas edificaciones, brindándole su mullida cama de descanso eterno.

Supo en ese momento que esa sería su última morada.

Sus últimos pensamientos fueron para Kalaac, y perdió el conocimiento.

-VII-

La gran Sedna estaba custodiada por dos enormes y atléticos goliats de seis metros de altura que impedían a todo ser viviente acercarse lo más mínimo a ella.

Astuk había oído hablar al chamán del poblado sobre las tenebrosas historias contadas sobre aquellos feroces gigantes, insaciables devoradores de inuits, historias que nunca había creído, e incluso reía de ellas…

Pero allí estaban ahora, frente a sus ojos…

La diosa estaba sentada en un trono de rojo coral y dirigía con los muñones de sus inexistentes manos una orquesta de miles, -qué digo, millones- diminutos y gráciles pececillos amarillo-rojo-azules que danzaban a su alrededor como si fueran un enorme, delicado y vivo abanico de colores, irradiando múltiples reflejos irisados de numerosos tonos mezclados y diferentes, del verde al azul y del azul al verde, del rojo al amarillo y de éste al rojo, indefinidamente.

Astuk quedó extasiado ante tal explosión de colorido y belleza.

El semblante de Sedna era tranquilo, hierático; piel muy blanca, ojos grandes y rasgados, de un topacio azul claro, nariz sensiblemente achatada y una pequeña boca proporcionada que enseñaba unos dientes relucientes mientras burbujas metálicas escapaban caprichosamente de su interior. Unos pequeños hoyuelos en sus mejillas hacían de aquel rostro algo angelical.

Mientras Astuk observada desconcertado esta escena -pues no se sabía si vivo o muerto, alma en pena o demonio expulsado del infierno-, uno de los gigantes se volvió hacia Sedna y le insinuó algo ininteligible; sus oídos no estaban preparados para entender el idioma del océano, pero llegó a distinguir por sus gestos que le estaba informando sobre la forma en que el pequeño hombrecillo -o sea, él- había caído en la trampa de la choza.

La diosa abrió sus ojos con aire de sorpresa y volvió su mirada hacia el inuit con evidente irritación, momento en el que su peinado se vino abajo y uno de los gigantes se vio obligado a recogérselo con una esmerada pericia antes de que el mar se tornara proceloso a su alrededor.

Mentalmente, Sedna le hizo saber que había quebrantado la entrada al submundo oceánico, y que por ella tan solo podían pasar las almas de los ya muertos y, desde allí, ser destinadas al cielo o al infierno, tras rendirle debida cuenta a ella de sus buenas y malas acciones terrenales.

Todo aquel que osara infringir esa línea sagrada de la choza  tenía como castigo la “media muerte”; estaría entre la tierra y el limbo, sería muerto y no muerto al mismo tiempo, ignorado físicamente por el resto de los mortales; y ése sería su destino eterno hasta que alguien de su propia raza muriera antes de salir el próximo sol y ella poder liberarle con el secuestro de la mitad de aquella otra alma. De esta manera completaría la suya y el fallecido intercambiaría con él los papeles.

Por último, sentenció que sería devuelto al mundo terrenal porque allí no tenía lugar ni cobijo para él. Acto seguido, sin más explicaciones, ordenó su expulsión y levantó su figura acompañada del séquito. Después, el otro gigante tomó al inuit como si fuera una simple rata, nadó con fuerza hasta la superficie y le impulsó fuera del remolino para depositarle nuevamente en la salida de la choza sagrada.

-VIII-

La noche anterior Kalaac había dado a luz a un hermoso niño, el tercero de su prole. Astuk aún no había regresado, y el chamán ordenó su partida a seis de los guerreros más experimentados, nada más ver el amanecer. Les ordenó que no volvieran al poblado si no era con Astuk vivo o portando su cadáver.

El parto había sido largo, cerca de tres horas; la impagable ayuda de las matronas fue encomiable, y todo llegó a buen puerto, pudiendo por fin acariciar a su nuevo hijo, pletórico de salud y vida. Parecía tener la misma fuerza que el padre; sus lloros eran rabiosos, retorcía su cuerpecillo con una fuerza inusitada, rebelándose contra todo intento de sometimiento materno.

Sus ojos eran los mismos ojos de Astuk; hasta ella misma se encontraba sorprendida del extraordinario parecido con el padre.

Los nerviosos ladridos de los perros quebrantaron de pronto los pensamientos de Kalaac; conocía esos ladridos, parecía que los obedientes Breka y Talum habían vuelto con Astuk, por fin, pero parecían alarmados. Rápidamente, nerviosa y sin saber cómo salir cuanto antes del iglú, envolvió al bebé entre las pieles, lo depositó suavemente sobre el camastro y partió en busca del añorado esposo…

-IX-

Nada más salir de aquella choza pudo darse cuenta de que sus fieles amigos le ignoraban, sin saber por qué. Su presencia era inadvertida para ellos, aunque creyó observar en el inteligente Talum ciertas miradas perdidas hacia donde se encontraba, a medida que se desplazaba a su alrededor, como si detectara un recuerdo lejano de lo que un día fue su dueño.

Sus pisadas no se marcaban en la nieve, y esa fue prueba suficiente de que aquello no había sido un mal sueño. La sentencia de Sedna se había cumplido; ahora era "medio alma" errante, un cuerpo inmaterial condenado a vagar entre las sombras de la llanura ártica…

-X-

Astuk llegó al poblado caminando, sin la compañía de sus perros, sin sentir dolor ni frío; sus padecimientos corporales habían desaparecido por completo y se sentía tan liviano como una pluma.

Estaba a punto del amanecer. Los perros habían decidido volver al poblado y, nada más llegar, hicieron notar su presencia con sus ladridos, provocando con ello que sus habitantes salieran alarmados de entre el calor de sus pieles preguntándose la razón de aquella algarabía canina.

Astuk vio a Kalaac salir corriendo del iglú y él también corrió para abrazarla… ¡La quería tanto…! Pensó –iluso de él- en sentir por fin el calor de su tierna compañía. La abrazaría con tal fuerza que, de sólo pensarlo, le entró miedo de hacerla daño o de ahogarla.

Cuando la figura de Kalaac traspasó su inmaterial fantasma sintió un dolor lacerante en todo su ser, cayó de rodillas en la nieve y se maldijo por su mala suerte y el destino que le había sido asignado por la implacable diosa.

Volvió la cabeza y observó con horror cómo su joven esposa rasgaba sus vestiduras y se arañaba el rostro con un llanto desgarrador ante la visión de los seis cazadores que volvían de batida, portando en parihuela el cuerpo inane del pequeño hombre.

Pasados los primeros minutos, después de besar repetidamente el recuperado cadáver, Kalaac volvió sus pasos hacia el hogar de ambos… Astuk la siguió.

Ella se acuclilló en la litera y, conteniendo el aliento, destapó con ternura un pequeño bulto que –a su contacto inesperado- comenzó inmediatamente a lloriquear y patalear nerviosamente…

… Astuk reconoció al instante a su hijo de apenas unas horas de vida.

Kalaac rompió a llorar en silencio y comenzó a ejecutar en su vástago el antiguo ritual. Su estrenada viudedad marcaba el inicio de un calvario y sus manos comenzaron a aferrarse alrededor del pequeño cuello del recién nacido buscando su muerte, inconsciente, sin dolor…

La impotencia ante la horrible visión se apoderó de Astuck y gritó llorando desconsolado sin que nadie pudiera oírle…

─¡No, Kalaac, no…!

Pero… Quiso la implacable Sedna reírse una vez más del pequeño esquimal, e introduciéndose en su atormentada mente, le ofreció una alternativa cambiando las cartas en juego:

─¿Qué eliges, hombrecillo: tu alma completa… o la vida de tu hijo en plenitud?...
 


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El último viaje

-I- Hacía más de veinte años que Carlos había abandonado el pueblo que le vio crecer, una pequeña villa de apenas quinientos ha...